jueves, 7 de junio de 2007

INTELIGENCIA EMOCIONAL

INTELIGENCIA EMOCIONAL
Inteligencia emocional
>> El intelecto busca,pero es el corazón quien halla.George Sand
Resulta patente que muchas personas con un alto coeficiente intelectual (CI), pero con escasas aptitudes emocionales, se manejan en la vida mucho peor que otras de modesto CI pero que han sabido educar bien sus sentimientos. Parece claro que un elevado CI no constituye, por sí solo, una garantía de éxito profesional, y mucho menos de una vida acertada y feliz. La educación de los sentimientos comprende habilidades como el conocimiento propio, el autocontrol y equilibrio emocional, la capacidad de motivarse a uno mismo y a otros, el talento social, el optimismo, la constancia, la capacidad para reconocer y comprender los sentimientos de los demás, etc. Las personas que gozan de una buena educación afectiva son personas que suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces y hacen rendir mucho mejor su talento natural. Quienes, por el contrario, no logran dominar bien su vida emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su capacidad de pensar, de trabajar y de relacionarse con los demás. Como es lógico, no se trata de sustituir la razón por los sentimientos, ni tampoco lo contrario. Se trata de descubrir el modo inteligente de armonizar mente y corazón, razón y sentimientos. El gran logro de la educación afectiva es conseguir, en lo posible, unir el querer y el deber, porque así se alcanza siempre un grado de felicidad -y de libertad mucho mayor
EDUCAR LOS SENTIMIENTOS
Educar los sentimientos
>> No se puede poseermayor gobierno,ni menor,que el de uno mismo.Leonardo da Vinci
El ocaso del CIFue por los años de la Primera Guerra Mundial cuando Lewis Terman inventó los famosos tests de inteligencia para determinar el coeficiente intelectual (CI). Aquel incansable investigador de la Universidad de Stanford logró en pocos años clasificar a dos millones de norteamericanos mediante la primera aplicación masiva de esos tests, y el éxito fue tan arrollador que en poco tiempo el CI pasó a ser considerado universalmente como el principal indicador del talento personal.Lo malo es que la idea de que la inteligencia es un dato de partida invariable en nuestra vida ha impregnado durante décadas a toda la sociedad occidental: nacemos más o menos inteligentes, según nuestro CI, y eso es algo que ya nunca podrá cambiar.Por suerte, todo aquello entró en crisis hace ya años, sobre todo después de que Howard Gardner publicara su libro Frames of Mind, en el que proponía una nueva visión de la inteligencia como una capacidad múltiple: no hay propiamente un único tipo de inteligencia, esencial para el éxito en la vida, sino un amplio abanico de capacidades intelectuales, que Gardner agrupó en siete inteligencias básicas: lingüística o verbal, lógico-matemática, musical, espacial, de coordinación o destreza corporal, interpersonal o social, e intrapersonal.A su vez, un número cada vez mayor de especialistas ha llegado en los últimos años a conclusiones similares, coincidiendo en que el viejo concepto del CI abarca sólo una estrecha franja de habilidades lingüísticas y matemáticas, por lo que tener un elevado CI puede predecir tal vez quién va a tener éxito académico (tal como suele evaluarse hoy en nuestro sistema educativo), pero no mucho más.Resulta patente, por ejemplo, que muchas personas con un alto CI pero escasas aptitudes emocionales se manejan en la vida mucho peor que otras de modesto CI pero que han sabido desarrollar otras aptitudes. Parece claro que un elevado CI no constituye, por sí solo, una garantía de éxito profesional, y mucho menos de una vida acertada y feliz.—Sin embargo, nuestra cultura insiste denodadamente en el desarrollo de las habilidades académicas.Sí, y aunque aquel modelo esté en crisis desde hace años, hay todavía una gran inercia social que prestigia en exceso el CI en detrimento de otras capacidades que luego se demuestran más importantes. En este libro nos centraremos en un conjunto de ellas que tienen una importancia decisiva: las relativas a la educación de los sentimientos, que comprenden habilidades como el conocimiento propio, el autocontrol y el equilibrio emocional, la capacidad de motivarse a uno mismo y a otros, el talento social, el optimismo, la constancia, la capacidad para reconocer y comprender los sentimientos de los demás, etc.Las personas que gozan de una buena educación de los sentimientos (o sea, quienes han logrado desarrollar esas capacidades que con tanto éxito Daniel Goleman ha denominado inteligencia emocional), son personas que suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces, y hacen rendir mucho mejor su talento natural. Quienes, por el contrario, no logran dominar bien su vida emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su capacidad de pensar, de trabajar y de relacionarse con los demás.Algunos estilos educativos –hoy, por fortuna, en franco retroceso– han soslayado con frecuencia el decisivo papel que desempeñan los sentimientos, olvidando quizá que son una parte importante de la naturaleza humana, y que la felicidad y la vida moral tienen una estrecha relación con la esfera afectiva. Quizá observan con tanto recelo todo lo relativo a los sentimientos porque lo identifican con la idea del sentimentalismo, o de personas blandas, volubles o faltas de voluntad. Por eso conviene aclarar desde el comienzo que son cosas bien distintas, aunque aparentemente tengan alguna semejanza. Lo sensato es rechazar los errores propios del sentimentalismo o de la falta de voluntad, pero sin dejar de acometer con hondura una verdadera y profunda educación del corazón.Ser persona de mucho corazón, o poseer una profunda capacidad afectiva, no constituye en sí ningún peligro. Y si lo constituye, será en la misma medida en que resulta peligroso tener una gran fuerza de voluntad o una portentosa inteligencia: depende de para qué se utilicen.Como es lógico, no se trata de sustituir la razón por los sentimientos, ni tampoco lo contrario. Se trata de reconciliar cabeza y corazón, tanto en la familia como en las aulas o en las relaciones humanas en general.Descubrir el modo inteligentede armonizar cabeza y corazón,razón y sentimientos.No podemos desacreditar el corazón porque algunos lo consideren simple sentimentalismo; ni la inteligencia porque otros la vean como un mero racionalismo; ni la voluntad porque otros la reduzcan a un necio voluntarismo.Llegar a tiempo«Jamás he logrado tener una conversación seria con mi padre», se lamenta un chico de diecisiete años. «Yo quiero a mis padres porque son mis padres, pero no porque se lo merezcan», dice con tristeza una chica de catorce. «Me siento incapaz de entender a mis hijos», asegura con pesadumbre una madre de familia. «Me he pasado la vida trabajando como un loco, y ahora veo que he sacrificado a mi familia y que no tengo ni un solo amigo de verdad», confiesa con desolación un brillante ejecutivo en pleno naufragio matrimonial. «Llevamos doce años casados y desde hace diez vivimos como dos desconocidos», afirma con amargura otra madre desconsolada.Son muestras de fracasos en la educación afectiva, y podrían referirse muchísimos más, de todo tipo.Consideremos, por ejemplo, el caso de una niña de trece años, procedente de una familia acomodada y bien avenida, pero que tiene problemas de relación con sus compañeros en el instituto. No logra concentrarse y comienza a bajar su rendimiento académico. El fracaso en los estudios le lleva a distanciarse mucho de sus padres, seriamente disgustados por sus malas calificaciones. Su sentimiento de frustración crece con el paso de los años, y recurre cada vez más a la bebida cada fin de semana en diversos lugares de ocio, como una forma de evasión de sus problemas. El refugio en el alcohol en esos ambientes le lleva a una serie de relaciones sexuales ocasionales con personas en parecida quiebra emocional. A la edad de veinte años, su vida es un completo caos y acude a la consulta del psiquiatra con un cuadro agudo de alcoholismo y depresión.Está claro que la situación tiene, a esas alturas, un arreglo difícil. Y está claro también que cuando la chica tenía trece años nadie presagiaba semejante evolución. La pregunta es: ¿qué podríamos haber hecho durante su infancia y su adolescencia para variar el curso de los acontecimientos? ¿podríamos haber hecho algo más para llegar a tiempo?—Este último ejemplo es quizá un poco extremo, ¿no?Quizá, pero no por eso demasiado infrecuente. La Organización Mundial de la Salud ofrecía recientemente estadísticas muy ilustrativas: por ejemplo, el suicidio es la primera causa de muerte de jóvenes entre 18 y 24 años en el conjunto de los países occidentales. Según otros estudios, uno de cada cinco niños presenta problemas psicológicos serios: las enfermedades mentales (ansiedad, depresión y fobias principalmente) constituyen la causa más frecuente de baja escolar prolongada en adolescentes. Muchos jóvenes comienzan muy pronto a consumir alcohol en exceso, y al llegar a los 20 años uno de cada seis presenta síntomas de embriaguez crónica. La frecuencia de trastornos alimentarios (anorexia y bulimia, sobre todo) también se ha disparado en los últimos años.Las cifras de adolescentes que se fugan de sus casas (sólo en Francia, por ejemplo, más de cien mil cada año) dan también bastante que pensar. Si a esto añadimos los estragos de las drogas, el inquietante fenómeno de la violencia juvenil urbana, el desarraigo de muchos chicos provenientes de familias desestructuradas, o el creciente nivel de fracaso escolar (en muchos casos suelen ir unidas varias de estas situaciones), el panorama puede resultar desolador. Ante esos datos, muchos mueven la cabeza horrorizados y piensan que casi nada se puede hacer. Parece como si las conductas adictivas, violentas o de abandono fueran el más concurrido refugio ante la desolación que sienten muchos jóvenes, y que la espiral de desmotivación o la inconstancia engulle sin remedio sus vidas.—Son datos realmente preocupantes, sobre todo porque detrás de cada uno de esos casos suele haber dramas humanos muy dolorosos, y que les condicionarán luego mucho en su vida adulta.Sí, y por esa razón se han declarado en las últimas décadas diversas cruzadas contra diferentes problemas que amenazan nuestra sociedad: el fracaso escolar, el alcoholismo, los embarazos de adolescentes, la violencia juvenil, las drogas, la inestabilidad familiar, etc. Sin embargo, una y otra vez se comprueba que suele llegarse demasiado tarde, cuando la situación ha alcanzado ya proporciones endémicas y ha arraigado fuertemente en las vidas de esas personas.La información no es suficienteLa mayoría de esas campañas se centran en la información sobre los muchos males que traen consigo esos errores. Sin embargo, la experiencia demuestra que la información, aunque tenga una indudable utilidad, por sí sola resuelve bastante poco. Entre otras cosas, porque la mayoría de las veces el problema no es propiamente la droga, ni el alcohol, ni el fracaso escolar, sino las crisis afectivas que atraviesan esas personas y que les llevan a buscar refugios fáciles al calor de esos errores.Y no se trata sólo de gente joven, puesto que hay muchos adultos, quizá profesionales destacados, y que incluso pueden resultar muy brillantes vistos a cierta distancia, que esconden dentro de sí un fuerte analfabetismo sentimental que lastra enormemente sus vidas.Al ser humano no siempre le basta con comprender lo que es razonable para luego, sólo con eso, practicarlo. El comportamiento humano está lleno de sombras y de matices que escapan al rigor de la lógica, y que campan por sus respetos moviendo resortes subconscientes de la persona. Inteligencia, voluntad y sentimientos constituyen como una especie de división de poderes sobre un único individuo, y el acierto de su andadura por la vida depende de que esas tres instancias trabajen en buena sintonía.Disfrutar haciendo el bienPor eso, las personas más anticipativas y previsoras se preguntan con frecuencia cómo deberían educar a sus hijos –o cómo educarse ellos mismos– para no incurrir en esos errores. Porque los errores en educación se pagan muy caros, y aunque no siempre se pueden evitar, lo decisivo es procurar adelantarse y abordarlos antes de que lleguen a plantearse abiertamente. Se trata de lograr, en la medida de lo posible, que no tengamos que esperar a haber tropezado y caído para que el dolor nos haga abrir los ojos a la realidad.Lo verdaderamente eficaz escentrarse en la prevención,pues de sobra sabemos quemuchos de esos problemas son gravesy tienen muy difícil remedio.Las causas que los producen suelen ser complejas, y se entralazan con muchos factores como la herencia genética, la dinámica familiar, el estilo educativo escolar o la cultura urbana del entorno. No existe un único tipo de solución que sea capaz de resolver estos problemas.Pero debemos prestaruna especial atenciónal desarrollo afectivode las personas.Pues, como ha señalado Alasdair Macintyre, una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal.Se trata, por tanto,de aprender a quererlo que merece ser querido.Aprender a educar los sentimientosAprender a educar los sentimientos sigue siendo hoy una de las grandes tareas pendientes. Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana; y que –para bien o para mal– son habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o nos retrae en nuestro actuar.—¿Y por qué crees que se ha descuidado tanto esa educación?Unas veces, por la confusa impresión de que los sentimientos son algo oscuro y misterioso, poco racional, y casi ajeno a nuestro control. Otras, porque se confunde sentimiento con sentimentalismo o sensiblería. Y siempre, porque la educación afectiva es una tarea difícil, que requiere mucho discernimiento y mucha constancia (aunque esto no debería sorprendernos, pues nada valioso ha solido ser fácil de alcanzar).En cualquier caso, rehuir esa tarea significaría renunciar a mucho, pues los sentimientos aportan a la vida una gran parte de su riqueza.Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. Sin embargo, con frecuencia actuamos como si apenas pudieran educarse, y consideramos a las personas –o a nosotros mismos– como tímidas o extrovertidas, generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar.Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar.—¿Y los sentimientos influyen en las virtudes?Cada estilo sentimental favorece unas acciones y entorpece otras. Por tanto, cada estilo sentimental favorece o entorpece una vida psicológicamente sana, y favorece o entorpece la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la agresividad, o la pereza, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. La práctica de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa.Está claro que, como sucede con todo empeño humano, la tarea de educar tiene sus límites, y nunca cumple más que una parte de sus propósitos. Pero eso no quita su interés. Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés, pero... ¿quién se ocupa de hacerlo? Si se desentienden la familia y la escuela, y luego uno mismo tampoco sabe bien cómo avanzar en ese camino, la formación del propio estilo emocional acabará en gran parte en manos de las circunstancias, la moda o el azar.Es la nuestra una época en la que la familia se ve sometida a una serie de problemas nuevos, sobre los que quizá hemos tenido poco tiempo de reflexionar con calma.Es triste ver tantas vidas arruinadaspor la carcoma silenciosa e implacablede la mezquindad afectiva.La pregunta es: ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar?, ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, atractivo y complejo, que iremos comentando a lo largo de estas páginas.
CONOCERCE A UNO MISMO
Conocerse a uno mismo
>> Si quieres conocerte,observa la conducta de los demás;si quieres conocer a los demás,mira en tu propio corazón.Friedrich Schiller
Conócete a ti mismoHace ya más de veinticinco siglos, Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo. Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática –gnosei seauton: conócete a ti mismo–, que recuerda una idea parecida. Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos. La observación de uno mismo permite separarse un poco de nuestra subjetividad, para así vernos con un poco de distancia, como hace el pintor de vez en cuando para observar cómo va quedando su obra. Observarse a sí mismo es como asomar la cabeza un poco por encima de lo que nos está ocurriendo, y así tener una mejor conciencia de cómo somos y qué nos pasa. Por ejemplo, es diferente estar fuertemente enfadado, sin más, a estarlo pero dándose uno cuenta de que lo está, es decir, teniendo una conciencia autorreflexiva que nos dice: «Ojo con lo que haces, que estás muy enfadado». Advertir cómo estamos emocionalmentees el primer paso hacia el gobierno de nuestros propios sentimientos.Comprender bien lo que nos pasa tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos perturbadores que puedan invadirnos, y nos brinda la oportunidad de poner esfuerzo por sobreponernos y así no quedar abandonados a su merced.—Pero hay muchas personas que son conscientes de pasar por un estado emocional negativo, y sin embargo no logran salir de él. Las hay, sin duda. Son personas que suelen sentirse desbordadas por sus propios sentimientos, y se dan cuenta de que están pesimistas, malhumoradas, susceptibles o abatidas, pero se consideran incapaces de salir de ese estado. Son conscientes de su situación, pero de un modo vago, y precisamente su falta de perspectiva sobre esos sentimientos es lo que les hace sentirse abrumadas y perdidas. Piensan que no pueden gobernar su vida emocional y por eso no hacen casi nada eficaz por salir del agujero en que se encuentran. Hay otras personas que son algo más conscientes de lo que les sucede, pero su problema es que tienden a aceptar pasivamente esos sentimientos. Son proclives a estados de ánimo negativos, y se limitan a aceptarlos resignadamente, con una actitud rendida, de dejarse llevar por ellos, y no se esfuerzan por cambiarlos a pesar de lo molesto que les resulta sobrellevarlos. —¿Y piensas entonces que en realidad no son tan conscientes de lo que les sucede?Exacto. Las personas que perciben con verdadera claridad sus sentimientos suelen alcanzar una vida emocional más desarrollada. Son personas más autónomas, más seguras, más positivas; y cuando caen en un estado de ánimo negativo no le dan vueltas obsesivamente, ni lo aceptan de modo pasivo, sino que saben cómo afrontarlo y gracias a eso no tardan en salir de él. Su ecuanimidad en el conocimiento propio les ayuda mucho a abordar con acierto los problemas y gobernar con eficacia su vida afectiva. Observar el comportamiento propio y ajenoEl conocimiento propio constituye un punto clave para la formación y educación del carácter y de los sentimientos de cualquier persona. Además, ese saber lo que realmente nos pasa y por qué nos pasa está muy relacionado con nuestra capacidad de comprender bien a los demás. En este sentido, es muy útil desarrollar la capacidad de observación del comportamiento propio y ajeno: la literatura o el cine, por ejemplo, pueden enseñar mucho también a conocerse a uno mismo y a los demás cuando los autores son buenos conocedores del espíritu humano y saben reflejar bien lo que sucede en el interior de las personas. —Pero fomentar tanto interés por el conocimiento propio, ¿no lleva al individualismo o la introversión?Como es natural, no estamos hablando de desarrollar un afán de malsana introspección psicológica, sino de procurar conocerse para no vivir con uno mismo como con un desconocido. Conocerse bien no llevaa encerrarse en la propia subjetividad,sino a verse a uno mismocon toda la objetividad posible. Y eso ayuda, entre otras cosas, a combatir la inestabilidad de ánimo que se produce cuando una persona se deja arrastrar por su imaginación: unas veces divagando en ensoñaciones y fantasías, otras tendiendo a sobrevalorar las propias posibilidades, y otras quedándose a merced del pesimismo o la indecisión, subestimando sus capacidades cuando las circunstancias son adversas. La conciencia emocional es muy intensa en unas personas, mientras que en otras es mucho más moderada. Hay personas, por ejemplo, que ante una situación de peligro reaccionan con asombrosa serenidad. Otras, en cambio, pueden quedarse muy afectadas durante varios días simplemente porque se les ha extraviado un bolígrafo o porque su equipo favorito ha perdido un partido en la liga de fútbol. —Lo dices como si experimentar sentimientos intensos fuera algo negativo.No tiene por qué serlo. El exceso de sensibilidad emocional puede llevarnos a auténticas tormentas afectivas (positivas o negativas, de exaltación o de abatimiento), y eso tiene muchos riesgos. Pero tampoco puede ponerse como ideal la frialdad y el desapego.Para facilitar el propio conocimiento, resulta útil analizar los múltiples elementos que interaccionan en nuestra vida, pues es lógico que, a lo largo de los años, algunas de esas facetas puedan pasar por momentos de conflicto más o menos importantes. Son situaciones dolorosas que pueden tener su origen en cuestiones profesionales (dificultades para obtener o mantener determinado nivel profesional, problemas de entendimiento con los jefes o compañeros, fracasos debidos a los propios fallos o a la superioridad de los competidores, situaciones de paro o de insatisfacción laboral, etc.); o dificultades de salud, que limitan de modo transitorio o permanente la propia capacidad, y que pueden ir acompañados de un serio sufrimiento físico o psíquico; problemas afectivos que plantea la convivencia ordinaria (diferencias de criterio entre los cónyuges, o entre padres e hijos, etc.); o toda la problemática específica que puede plantear la vida escolar, abrirse camino en la vida profesional, el declive de la salud o la llegada de la ancianidad; etc. Y de la misma forma que, por ejemplo, una falta concreta de salud, por muy localizada que esté en un punto determinado del cuerpo, acaba produciendo de ordinario una sensación generalizada de malestar en toda la persona, también un problema grave en cualquiera de las otras facetas de la vida –por ejemplo, en la vida profesional, o en la familia– puede producir un efecto que trascienda esa faceta y provoque otros problemas en cadena: trastornos de carácter, retraimiento o agresividad en la relación con los demás, o incluso –cuando los problemas son importantes– propensión a determinadas enfermedades. Esto hace que, si falta la necesaria madurez y conocimiento propio, algunos problemas de una faceta de la vida se acaben achacando a otra que en realidad no tiene la culpa, o al menos tiene muy poca. Así, una persona puede culpar a su cónyuge o a sus hijos o a sus padres de la frustración que siente, cuando en realidad ese sentimiento se debe sobre todo a una causa de tipo profesional, o a una simple inmadurez afectiva; o puede considerar que su situación profesional es el motivo por el que se siente insatisfecho, cuando en el fondo se debe a que no acepta la natural pérdida de capacidad o de salud que sobreviene con motivo de la edad o de los ciclos naturales de ánimo que la vida imprime; o puede achacar a determinados defectos de las personas con que convive lo que en realidad se debe a un enrarecimiento del propio carácter; etc. Las personas tendemos –al menos la mayoría– a proyectar fuera de nosotros la solución de los problemas que experimentamos. Solemos echar a otros la culpa de casi todo lo malo que nos sucede. Parte importante del conocimiento propio es advertir la presencia de ese sutil engaño. Es cierto que las circunstancias ajenas siempre pueden ayudarnos a resolver y superar nuestros problemas, pero no debemos dimitir –ni total ni parcialmente– del amplísimo margen de responsabilidad que tenemos sobre la mayoría de las cosas que nos suceden en la vida. Tampoco debe olvidarse que la pereza –con todo el lastre interior que puede llegar a tener en nuestra vida–, trata de llevarnos hacia la ley del mínimo esfuerzo. Por eso, cuando sentimos desgana para afrontar una tarea que nos resulta costosa, es preciso identificar claramente su origen y reconocerlo como lo que es: cansancio razonable que exige descanso, o pereza que hemos de superar; pero no interpretar equivocadamente la desgana como carencia de aptitudes, ni las dificultades ordinarias como acumulación de infortunios o de malévolas confabulaciones contra nosotros, pues sería una triste forma de autoengaño. —Pero a veces se presentan problemas que no tienen fácil solución.Es preciso entonces buscar posibles modos razonables de resolver esos problemas, al menos hasta donde nos sea posible. Habrá ocasiones, efectivamente, en que sólo podremos disminuir sus consecuencias negativas y aprender a sobrellevarlos: por ejemplo, en el caso de enfermedades crónicas, fuertes reveses económicos o profesionales cuya solución queda fuera de nuestro alcance, problemas serios de relación con personas que tenemos necesidad de tratar, etc. —¿Y cómo distinguir lo que debe sobrellevarse de lo que debemos intentar cambiar?Un profundo y certero conocimiento de uno mismo, contrastado por la observación atenta del propio comportamiento externo y de las reacciones interiores, enriquecido por el consejo de quienes nos conocen y aprecian, nos permitirá identificar el verdadero origen de las perturbaciones que inevitablemente experimentaremos siempre a lo largo de nuestra vida. Así avanzaremos a buen paso hacia la madurez emocional, tan lejana de esas altivas afirmaciones de algunos («yo sigo pensando exactamente lo mismo que he pensado siempre», como si la mejor prueba de lucidez fuera no cambiar jamás en nada de forma de pensar), e igualmente lejos de esa variabilidad de quienes cambian constantemente de ideales y olvidan sus convicciones como si fueran una ligera gripe que ya pasaron, o como si el transcurso de los años no les reportara ninguna enseñanza estable. Discernir los propios sentimientosEl propio conocimiento es un proceso abierto, que no termina nunca, pues la vida es como una sinfonía siempre incompleta, que se está haciendo continuamente, que siempre es superable y exige por tanto una atención constante. El conocimiento propioes puerta de la verdad.Cuando falta, no se puede ser sincero con uno mismo, por mucho que se quiera. Querer ver qué es lo que nos sucede –y quererlo de verdad, con sinceridad plena– es el punto decisivo. Si eso falla, podemos vivir como envueltos por una niebla con la que quizá nuestra propia imaginación enmascara las realidades que nos molestan. Porque encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil del mundo. Siempre existen causas exteriores a las que culpar, y por eso hace falta cierta valentía para aceptar que la culpa, o la responsabilidad, es quizá nuestra, o al menos una buena parte de ella. Esa valentía personal es imprescindible para avanzar con acierto en el camino de la verdad, aunque a veces se trate de un recorrido que puede hacerse muy cuesta arriba. No percibir con ecuanimidadlos propios sentimientossupone fácilmentequedar a su merced.Hay sentimientos que fluyen de forma casi inconsciente, pero que no por eso dejan de ser importantes. Por ejemplo, una persona que ha tenido un encuentro desagradable puede luego permanecer irritable durante horas, sintiéndose molesto por el menor motivo y respondiendo de mala manera a la menor insinuación. Esa persona puede ser muy poco consciente de su susceptibilidad, e incluso sorprenderse –y molestarse de nuevo– si alguien se lo hace notar, aunque a los demás resulta bien patente que se debe a esos sentimientos que bullen en su interior como consecuencia de aquel encuentro desagradable anterior. Una buena parte de nuestra vida emocional tarda en aflorar a la superficie.Hay sentimientos que no siempre llegan a cruzar el umbral de la conciencia. Por eso reconocerlos nos permite desplazar la frontera y ampliar el campo de los sentimientos plenamente conscientes, y eso siempre supone un poderoso medio para mejorar.Una vez que tomamos conciencia de cuáles son los verdaderos sentimientos que pugnan por salir a la superficie de nuestra conciencia, podemos evaluarlos con mayor acierto, decidir dejar a un lado unos y alentar otros, y así actuar sobre nuestra visión de las cosas y nuestro estado de ánimo. En esto se manifiesta, entre otras cosas, que somos seres inteligentes. Quien se conoce bien,puede apoyarse en sus puntos fuertespara actuar sobre sus puntos débiles,y así corregirlos y mejorarlos.Es como una intensa luz que ilumina sus vidas y les permite desenvolverse con acierto a la hora de tomar decisiones, tanto las más sencillas de la vida diaria como las verdaderamente importantes.—¿Y en qué sentido hablabas antes de no querer ver?Hay muchas formas de eludir la realidad, y casi siempre se producen de modo semiinconsciente para su protagonista. Algunas personas, por ejemplo, se hacen a sí mismas razonamientos del estilo de «déjame disfrutar de eso, que luego ya veré lo que hago» (donde eso puede ser cualquier muestra de egoísmo, pereza o escape de la realidad). No parecen advertir hasta qué punto ese error va ganando terreno en sus vidas y oscureciendo el escaso alivio que eso les produce. Hay otros que se engañan con razonamientos como los del niño mimado que prefiere quedarse encerrado en su habitación, aburrido y solo, rumiando sus agravios y las razones de su enfado, aun sabiendo que lo mejor sería superar su orgullo y salir. Prefieren permanecer tristes en su desgracia, con tal de no enfrentarse a su propia obstinación.Otros son como aquél que persigue ansiosamente el placer, y va viendo cómo éste se hace cada día más pequeño, y sabe que por ese camino no obtendrá un grado de satisfacción alto, pero prefiere seguir tras ese pobre halago insaciable, porque le asusta verse privado de él. «Nuestro corazón –ha escrito Susanna Tamaro– es como la tierra, que tiene una parte en luz y otra en sombras. Descender para conocerlo bien es muy difícil, muy doloroso, pues siempre es arduo aceptar que una parte de nosotros está en la sombra. Además, contra ese doloroso descubrimiento se oponen en nuestro interior muchas defensas: el orgullo, la presunción de ser amos inapelables de nuestra vida, la convicción de que basta con la razón para arreglarlo todo. El orgullo es quizá el obstáculo más grande: por eso es preciso valentía y humildad para examinarse con hondura.»Saber expresar lo que sentimos«Las lágrimas se me amontonaban en los ojos –pensaba Ida, la protagonista de aquella novela de Mercedes Salisachs– y era difícil evitarlas.»Me reproché entonces mi falta de visión, aquel maldito silencio que siempre dominaba nuestras sobremesas, aquella obsesión de guardar siempre para nosotros nuestros pensamientos y preocupaciones. »Si al menos mi hija hubiera dejado entrever algo de lo que le ocurría... Si hubiese recurrido a mí para que yo la ayudase... Pero no. Callar, eso era lo que hacíamos todos. Cubrir con piel sana los furúnculos más purulentos. Es horrible, ahora comprendo que no conocía a mi hija.»Algunas personas han sido educadas de manera que suelen esconder habitualmente sus sentimientos. Sienten un excesivo pudor para expresar lo que realmente piensan o les preocupa, y se muestran reacias a manifestar emoción o afecto. Quizá desean hablar pero les frena una barrera de timidez, de envaramiento, de falso respeto, de orgullo. Es cierto que determinados sentimientos sólo se exteriorizan dentro de un cierto grado de intimidad, y requieren cierta reserva, pero silenciarlos siempre, o cubrirlos de aparente indiferencia, entorpece el desarrollo afectivo y conduce, entre otras cosas, a una importante merma de la capacidad de reconocer y expresar los propios sentimientos. Muchos desequilibrios emocionales tienen su origen en que esas personas no saben manifestar sus propios sentimientos, y eso les ha llevado a educarlos de manera deficiente. Cuando hablan de sí mismas, difícilmente logran decir algo distinto de si se sienten bien, mal o muy mal. Les resulta difícil hablar de esas cuestiones, y manejan un vocabulario emocional sumamente reducido. No es que no sientan, es que no logran discernir bien lo que bulle en su interior, ni saben cómo traducirlo en palabras. Ignoran el motivo de fondo de sus problemas. Perciben sus sentimientos como un desconcertante manojo de tensiones que les hace sentirse bien o mal, pero no logran explicar qué tipo de bien o de mal es el que sienten. Esa confusión emocional nos hace vislumbrar un poco la grandeza del poder del lenguaje, y comprender que cuando logramos expresar en palabras lo que sentimos, damos un gran paso hacia el gobierno de nuestros sentimientos.Reflexionar sobre los sentimientosSiempre se ha dicho que si no comprendes bien una cosa, lo mejor que puedes hacer es intentar empezar a explicarla. Por ejemplo, un profesor experimenta muchas veces la dificultad de hacer comprender a sus alumnos los puntos más complejos de la asignatura. Sin embargo, a medida que avanza el desarrollo de la clase, y se abordan una y otra vez esos conceptos desde perspectivas diferentes, las ideas se van precisando, surgen pequeñas o grandes iluminaciones, tanto para los alumnos como para el propio profesor. Por eso, una buena forma de avanzar en la educación de los sentimientos es pensar, leer y hablar sobre los sentimientos. Al hacerlo, nuestras ideas se van destilando, y serán cada vez más precisas y certeras. Y sabremos cada vez mejor qué sucede en nuestro interior, para después intentar explicarlo, buscar sus causas, sus leyes, sus regularidades, e intentar finalmente sacar alguna idea en limpio para mejorar en nuestra educación afectiva. Los temas pueden ser muy variados. Antes hemos hablado, por ejemplo, de cómo las personas tendemos a echar a otros la culpa de todo lo malo que nos sucede, y de esa otra tendencia a proyectar en los demás nuestros propios defectos. En ambos casos, se trata de fenómenos que, como suele suceder con todo lo relativo al conocimiento de las personas, se advierten con más facilidad en otros que en uno mismo. No es difícil, por ejemplo, ver a una persona muy egoísta que se lamenta del egoísmo de los demás y dice que nadie le ayuda; o a uno que siempre se está quejando, pero siempre protesta de que otros se quejen; o a un charlatán agotador que acusa a otro de que habla demasiado; o a un hombre irascible que denuncia el mal genio de los demás.Con sólo prevenirnos contra estos dos errores –en el fondo muy parecidos–, podemos avanzar mucho en esa importante tarea que es el propio conocimiento. Se trata de procurar ver las cosas buenas de los demás, que siempre las hay, y aprender de ellas. Y cuando veamos sus defectos (o algo que nos parece a nosotros que lo son), pensar si no hay esos mismos defectos también en nuestra vida. Mejoraremos procurando conocercuáles sonnuestros defectos dominantes.Para concretar un poco, podemos considerar algunos defectos relacionados con la educación de los sentimientos:
· timidez, temor a las relaciones sociales, apocamiento;
· irascibilidad, susceptibilidad, tendencia exagerada a sentirse ofendido;
· tendencia a rumiar en exceso las preocupaciones, refugiarse en la soledad o en una excesiva reserva;
· perfeccionismo, rigidez, insatisfacción;
· falta de capacidad de dar y recibir afecto;
· nerviosismo, impulsividad, desconfianza;
· pesimismo, tristeza, mal humor;
· recurso a la simulación, la mentira o el engaño;
· gusto por incordiar, fastidiar o llevar la contraria; tozudez;
· exceso de autoindulgencia ante nuestros errores; dificultad para controlarse en la comida, bebida, tabaco, etc.;
· tendencia a refugiarse en la ensoñación o la fantasía; dificultad para fijar la atención o concentrarse;
· excesiva tendencia a requerir la atención de los demás; dependencia emocional;
· hablar demasiado, presumir, exagerar, fanfarronear, escuchar poco;
· resistencia a aceptar las exigencias ordinarias de la autoridad;
· tendencia al capricho, las manías o la extravagancia;
· resistencia para aceptar la propia culpa, o sentimientos obsesivos de culpabilidad;
· falta de resistencia a la decepción que conlleva el ordinario acontecer de la vida; no saber perder o no saber anar;
· dificultad para comprender a los demás y hacernos comprender por ellos;
· dificultad para trabajar en equipo y armonizarse con los demás; etc.
Controlar los propios sentimientos
>> Cuando un hombre está irritado,sus razones le abandonan.Proverbio
La espiral de la preocupación«Estaba desolada. Por alguna razón, aquella pequeña historia de ese tonto comentario era superior a mis fuerzas. »Reviví mentalmente el incidente una y mil veces, como una obra en tres actos. Lo analicé, lo diseccioné, lo descuarticé y volví a recomponerlo. Reviví mis emociones, la ira y el tremendo dolor por ese comentario.»Me sentía muy dolida, pero veía que la memoria y la imaginación estaban multiplicando ese dolor, repitiéndolo todo una y otra vez, haciéndome desear que hubiera dicho o hecho eso o lo otro. Es horrible. Te puedes obsesionar con un suceso y perder la medida real de las cosas.»La preocupación, que tan vivamente narraba aquella mujer, si no se mantiene dentro de unos límites razonables, puede desarrollarse hasta extremos claramente perjudiciales.La espiral de la preocupaciónes el núcleo fundamentalde la ansiedad.No es que la preocupación sea negativa de por sí. Como han señalado Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, la preocupación es esencial para la supervivencia y la dignidad del hombre, pues resulta imprescindible para la reflexión constructiva, y sirve para alertar ante un peligro potencial y facilitarnos la búsqueda de soluciones. Sin embargo, cuando la preocupación se repite continuamente sin aportar ninguna solución positiva, produce un constante ruido de fondo emocional que genera un agobiante murmullo de ansiedad. Esa espiral suele comenzar por un relato interno, que luego va saltando de un tema a otro, a una velocidad que puede llegar a ser vertiginosa. Si se hace crónica y reiterativa, esas personas no logran dejar de estar preocupadas y no consiguen relajarse. Y en lugar de buscar una posible salida, se limitan a dar vueltas y más vueltas en torno a esas ideas reiterativas, profundizando así el surco del pensamiento que les inquieta. Si ese círculo vicioso se intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental de la mente y puede conducir, en los casos más graves, a trastornos nerviosos de diverso género: fobias (cuando la ansiedad se fija en una intensa aversión hacia situaciones o personas), obsesiones (por la salud, el orden, la limpieza, la propia imagen, el peso, la forma física, etc.), sensación de pánico (ante un riesgo físico, o al tener que aparecer en público), insomnio (como consecuencia de pensamientos intrusivos o preocupaciones no bien abordadas), etc. —¿Y por qué la preocupación puede terminar en esa especie de adicción mental? Es difícil saberlo. Quizá porque mientras la persona está inmersa en esos pensamientos recurrentes, escapa de su sensación subjetiva de ansiedad. Cede a la tentación de perderse en una interminable secuencia de preocupaciones, en las que se refugia, y que le envuelven en una especie de neblina narcotizante. —¿Y qué hay que hacer para salir de esa espiral de la preocupación? Porque no es nada fácil seguir consejos como «no te preocupes; anda, distráete un poco», u otros parecidos. Lo mejor es conocerse bien para así detectar el fenómeno y cortar con esa tendencia desde sus inicios. Hay que adoptar una actitud crítica hacia lo que constituye el origen de su preocupación, y preguntarse básicamente tres cosas:
· ¿Cuál es la probabilidad real de que eso suceda?
· ¿Qué es razonable que haga yo para evitarlo?
· ¿De qué me está sirviendo darle vueltas de esta manera? Así, con una mezcla de atención y de sano escepticismo, se puede ir frenando la ansiedad y salir poco a poco del círculo vicioso en que tiende a aprisionarnos. El control de la tristezaEs cierto que puede haber momentos en que la tristeza sea la reacción más natural y adecuada: por ejemplo, ante el fallecimiento de un ser querido, o ante alguna otra importante pérdida irreparable. En esos casos, la tristeza proporciona una especie de refugio reflexivo, de duelo necesario para asumir esa pérdida y ponderar su significado. Sin embargo, la tristeza común, esa melancolía que lleva a las personas a estar abatidas, a aislarse de los demás y hundirse bajo el peso de la soledad o el desamparo, es un sentimiento cruel y lacerante que hay que aprender a superar. Uno de los principales motivos de la duración e intensidad de un estado de tristeza es el grado de obsesión que se tenga ante la causa que ha producido la tristeza. Preocuparse más de lo debido por esa causa, sólo hace que la tristeza se agudice y se prolongue más aún. Aislarse, dar vueltas y vueltas a lo mal que nos sentimos, o a los nuevos males que nos pueden sobrevenir, son excelentes modos de prolongar ese estado.—¿Y qué se puede hacer para superarlo?De modo análogo a lo que decíamos al hablar sobre la espiral de la preocupación, la mejor terapia contra la tristeza es reflexionar sobre sus causas, para así buscar remedio en la medida que podamos. Aprender a abordar los pensamientosque se esconden en el mismo núcleode lo que nos entristece, para cuestionar su validezy considerar alternativas más positivas.A veces la tristeza tiene su origen en causas sorprendentemente pequeñas. Comienza quizá con un talante un poco gruñón, de queja, de susceptibilidad, o de envidia, más o menos leve, que en ese momento nos parece controlable e inofensivo. Pero si nos dejamos dominar por esos sentimientos, será inevitable que nos asalten también después, en horas más bajas, y es probable que, entonces, en un descuido, se hagan con el gobierno de nuestro estado de ánimo. Y lo peor de todo este fenómeno no es el mal rato que nos haga pasar –y haga pasar a otros– en cada ocasión; lo más grave es que, si no actuamos decididamente para superarlo, puede llegar un momento en que esos sentimientos se establezcan de modo permanente en nosotros y, en continuas oleadas, vayan invadiendo lugares cada vez más profundos de nuestra vida emocional. Otro modo de variar el estado de ánimo es actuar sobre las asociaciones de ideas que se producen en nuestra mente. Como ha señalado Richard Wenzlaff, todos contamos con un amplio repertorio de ideas y razonamientos negativos que acuden con facilidad a nuestra mente cuando estamos con un bajo estado de ánimo. Las personas más proclives a la tristeza suelen haber establecido fuertes lazos asociativos entre esas ideas y lo que les sucede en la vida ordinaria: tienden a distraerse asociando esas ideas, saltando de una a otra, con lo que sólo consiguen ahondar ese surco, y acaban dominados por una fuerte tendencia a convertir en lamento cualquier reflexión que hacen. Cortar esas cadenas de negros pensamientos es lo más eficaz para salir del círculo vicioso de la tristeza. La vida es algo más queun libro dereclamaciones.Y aunque a algunas personas les parezca una prueba de agudeza y de madurez mostrar una actitud de constante denuncia de los males que padecen ellos, o la sociedad en general, es mucho más práctico dedicar esas energías –o al menos una buena parte de ellas– a descubrir buenos ejemplos en quienes nos rodean, y procurar seguirlos. No es que haya que ignorar o esconder lo que está mal, pero es importante aprender a centrarse en tareas que siempre sean constructivas. También la distracción es una buena forma de alejar esas ideas recurrentes, sobre todo cuando esos pensamientos más o menos deprimentes tienen un carácter bastante automático, e irrumpen en la mente de modo inesperado, sin una causa directa clara. De todas formas, es preciso hacer esto con medida, pues el recurso inmoderado a la distracción suele ser perjudicial: por ejemplo, los telespectadores empedernidos suelen concluir sus maratonianas sesiones con un mayor sentimiento de tristeza y de frustración que al comenzar.Hay otras muchas formas de abordar la tristeza. Por ejemplo, esforzarnos por ver las cosas desde una óptica diferente, más positiva; eludir los pensamientos autocompasivos o victimistas; vislumbrar lo positivo que –poco o mucho– puede haber detrás de lo que en ese momento nos parece tan negativo; pensar que muchas otras personas saben sobrellevar bien situaciones que son objetivamente mucho peores; buscar el desahogo en alguien que, al no estar atrapado por esa espiral de la tristeza, pueda más fácilmente ofrecernos alternativas o remedios; etc. Habrá otras ocasiones en que la causa principal sea simplemente el cansancio. Por ejemplo, una persona que duerma habitualmente poco, puede mostrar un carácter pesimista o irritable, y estar convencido de que sus reacciones son las lógicas ante las cosas que le suceden, y quizá no se da cuenta de lo que realmente pasa: que sufre un mero y simple estado de cansancio, resultado natural de haber dormido poco. Es un ejemplo de influencia de una situación corporal en nuestro estado de ánimo, pero experimentada a veces de una manera no consciente. Unas veces, la solución será descansar. En otras, embeberse en alguna ocupación, aunque no sea estrictamente de descanso: por ejemplo, acometer pequeñas tareas pendientes (trabajos domésticos, por ejemplo) que nos hagan centrar la atención en otra cosa y además nos hagan gozar de la gratificante satisfacción del deber cumplido. Cabría insistir, por último, en que pensar en los demás es una excelente terapia contra la tristeza, pues ésta suele alimentarse de preocupaciones que giran en torno a uno mismo, y el hecho de ayudar a los demás –algo siempre recomendable para cualquier persona, esté triste o alegre– tiene el benéfico efecto, entre otros muchos, de contribuir a que nos desembaracemos un poco de nuestro egoísmo. El proceso del enfadoSupongamos –el ejemplo es de Daniel Goleman– que otro conductor se aproxima peligrosamente a nosotros en medio del intenso tráfico de la circulación urbana, y su maniobra nos obliga a dar un golpe de volante y un fuerte frenazo para lograr esquivarlo. ¿Cuál es nuestra reacción? Es posible que nuestro primer pensamiento sea: «¡Este imbécil, casi choca conmigo. No sabe por dónde va!». Y quizá vaya seguido de otros pensamientos más duros y hostiles, que pueden transformarse en frases, gestos o incluso gritos. Y como resultado de ese pequeño incidente, sufrimos una fuerte descarga de adrenalina, una crispación y un mal humor que puede durarnos unos segundos, o unos minutos..., a no ser que se dispare nuestro mal genio y hagamos algo de consecuencias más serias y duraderas.Comparemos ahora esa reacción con otra más serena, o con un poco de sentido del humor: «Vaya, parece que no me ha visto. Se ve que lleva prisa, parece que va a apagar un incendio.» Este estilo de reacción atempera nuestro primer pensamiento de cólera mediante la comprensión o el buen humor, y detiene la escalada del enfado. —Pero el enfado no tiene por qué ser malo siempre.Por supuesto. Se trata de alcanzar ese equilibrio que proponía Aristóteles cuando decía: Cualquiera puede enfadarse, eso es muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado adecuado, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, ya no resulta tan sencillo. A veces convendrá exteriorizar nuestra indignación para remarcar una actitud de reprobación que consideramos conveniente mostrar, pero otras veces –quizá las más– el problema es que el enfado puede escapar a nuestro control. Como escribió Benjamin Franklin, siempre tendremos razones para estar enfadados, pero esas razones rara vez serán buenas. —De todas formas, a veces será mejor descargar el enfado que quedárselo dentro.A veces sí, pero es dudoso que esa terapia sea eficaz de modo general. No está nada claro que descargar el enfado tenga efectos liberadores. Lo normal es que el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado, aunque al principio parezca proporcionar un cierto alivio o satisfacción, haga poco o nada por mitigar sus efectos. Es verdad que hay excepciones, y a veces resulta necesario expresar con rotundidad nuestra indignación, e incluso puede resultar sumamente pedagógico (por ejemplo, para restaurar la autoridad, o para mostrar la gravedad de una situación); sin embargo, dada la naturaleza altamente inflamable de la ira, eso es mucho más difícil de hacer que de decir: mantenerse dentro de los límites razonables de un enfado es algo que a pocas personas les resulta posible. Las más de las veces –casi todas–, descargar el enfado nos lleva a decir y hacer cosas de las que –si somos sinceros con nosotros mismos– nos habremos arrepentido al poco tiempo. En los momentos de enfado se piensan, se dicen y se hacen cosas que producen heridas que a veces no tienen arreglo, o al menos tienen un arreglo difícil. Un golpe de estado al gobierno de nuestra personaDiscurría una calurosa tarde de agosto de 1963, cuando Richard R. decidió robar por última vez en su vida. Llevaba tiempo sin hacerlo, después de un buen número de pequeños hurtos por los que ya había estado en prisión. Pero necesitaba desesperadamente dinero, y pensó que, de verdad, aquella ocasión sería la última. Eligió un lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que ocupaban dos universitarias. Richard pensó que no habría nadie allí a esa hora, pero se equivocó y, una vez dentro, se encontró con una de las chicas. Se vio obligado a amenazarla con un cuchillo y atarla, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, se tropezó con la otra ocupante del apartamento, que llegaba en ese momento de la calle. Mientras ataba a esta última, su compañera iba enfadándose cada vez más, al ver lo que estaba sucediendo, y en pocos minutos fue presa de un ataque de nervios, en medio del cual aseguró a Richard que ella recordaría siempre su rostro y no pararía hasta que la policía diera con él y lo metieran en la cárcel. Richard, que tanto se había jurado que aquél sería su último robo, empezó a alterarse, hasta que también perdió completamente el control de sí mismo y, en pleno ataque de rabia y de miedo, apuñaló a las dos chicas repetidas veces, hasta quitarles la vida. Treinta años más tarde, aquel hombre aún seguía en prisión por lo que entonces se conoció como «el crimen de las universitarias». Recordando aquella tarde desgraciada, aquel hombre se lamentaba desde la cárcel, en una entrevista publicada en una revista: «Estaba como loco, mi cabeza estalló, no sabía lo que estaba haciendo». Aquella aciaga tarde de agosto de 1963 dos personas perdieron el control de sí mismas, y aquello se saldó con el final de la vida de dos personas y la ruina de una tercera que por entonces parecía haberse enderezado. Este trágico episodio, tristemente real, es un ejemplo extremo de cómo descargar el enfado puede llevarnos a un verdadero golpe de estado al gobierno de nuestra persona. En forma menos drástica, aunque quizá no siempre menos intensa, es algo que nos sucede a todos con mayor o menor frecuencia. Basta pensar en las veces en que uno puede haber perdido el control de sí mismo al enfadarse con su cónyuge, su hijo, sus padres, un compañero de trabajo, el conductor de otro vehículo, o quien sea. En esos momentos se pueden decir y hacer cosas que, consideradas poco tiempo después, vemos que fueron completamente desproporcionadas y contraproducentes.Por esa razón, lo normal es que expresar abiertamente el enfado sea una de las peores maneras de tratarlo, puesto que los arranques de ira incrementan la excitación emocional y prolongan su duración. Es mucho más eficaz tratar de calmarse.—O sea, reprimirse.Más que reprimir el enfado, diría que buscar una salida. No se trata de enterrar el enfado sin más, ni tampoco dejarse arrastrar por él, sino procurar tranquilizarse y buscar una solución del modo más positivo posible.—Pero no es tan fácil tranquilizarse cuando a uno le han enfadado.No lo es, desde luego, pero hay muchos modos de intentarlo, más o menos eficaces. Por ejemplo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta el enfado nos proporciona una clave para ver cómo podemos calmarlo. Debemos tratar de socavarlas convicciones quealimentan el enfado.De lo contrario, cuantas más vueltas demos a los motivos que justifican nuestro enojo, más justificaciones encontraremos para seguir enfadados o para enfadarnos aún más. Origen y escalada del enfadoSegún unos estudios de Dolf Zillmann, el enfado suele tener su origen en la sensación de hallarse amenazado. Una amenaza que puede ser física o psicológica –sentirse menospreciado, frustrado, etc.–, y produce una descarga corporal de catecolaminas, más o menos intensa según la magnitud del enfado, y que cumple la función de generar un acceso puntual y rápido de la energía necesaria para la lucha o para la huida. Paralelamente, se produce una descarga de adrenalina en nuestro sistema nervioso, que provoca una excitación generalizada que puede perdurar minutos, horas, o incluso días, manteniendo una difusa hipersensibilidad que predispone a nuevas excitaciones. Esto hace que las personas suelan estar más predispuestas a enfadarse una vez que ya han sido provocadas, estén ligeramente excitadas o se encuentren más cansadas. Por esa razón, después de un largo día de trabajo, una persona se sentirá especialmente predispuesta a enfadarse en su casa por las razones más insignificantes (el ruido o el desorden de los niños, o cualquier pequeña contrariedad), aun siendo motivos que en otras circunstancias no tendrían entidad suficiente para provocar esas reacciones. El enfado suscita una excitación que tiende a disiparse lentamente. Si durante esa etapa de paulatina desactivación del enfado se presenta una nueva provocación (lo cual es fácil que suceda, debido a la hipersensibilidad propia de esos momentos), se producirá una segunda descarga, antes de que la anterior se haya disipado. Como es natural, este proceso puede repetirse, y cada descarga cabalga sobre las anteriores, y cualquier pensamiento perturbador que se produzca durante ese proceso provocará una irritación mucho más intensa que si se hubiera producido fuera de él. Por eso, una vez que alguien está inmerso en esa dinámica del enfado, si no pone un serio esfuerzo por abandonar ese camino, su temperatura emocional irá aumentando hasta desembocar fácilmente en un estallido de ira. —Pero, si es así, la gente enfadadiza tenderá a enfadarse cada vez más, y por motivos más nimios.Hay, sin embargo, otro elemento que conviene resaltar. La mayoría de las personas que son irritables, agresivas o susceptibles, se sienten muy mal cuando comprueban la facilidad con que pierden los estribos, y eso hace que se muestren bastante interesados en aprender a dominarse. Por eso, el remedio más eficaz es conocernos bien, de manera que sepamos bien cuáles son los tipos de pensamientos a los que somos más sensibles, para estar atentos a los primeros síntomas del enfado y poner solución.En el caso, por ejemplo, de que una persona con la que hemos quedado citados se retrase, hemos de tratar de buscar una explicación positiva en vez de molestarnos de entrada. Si tenemos que mantener una conversación ineludible con una persona que nos resulta molesta, intentamos desarrollar nuestra capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de esa persona. Y para los momentos críticos, a veces lo más inteligente es tener previstos modos de dominarnos, como esforzarse en callar, no responder a un desaire con otro, seguir caminando sin detenerse ante una provocación, etc. Son hábitos de comportamiento que no surgen de manera automática, sino que es preciso aprender. Y el principal problema es que esas habilidades deben ejercitarse precisamente en los momentos en que nos encontramos en peores condiciones, es decir, cuando observamos que se acelera el pulso y nos estamos indignando: es justamente entonces cuando hemos de recordar todo esto, escuchar, procurar calmarnos y mantener el control. Sin alterarnos, sin echar las culpas a otros y sin tampoco refugiarnos en un mutismo rencoroso. Cuando dos personas se están enfadando, la que normalmente demuestra ser más inteligente es la que sabe callar o retirarse a tiempo (o si ya están enfadados, la que toma la iniciativa de la reconciliación).Llegar a tiempoEl momento de la escalada del enfado en que intervenimos es decisivo: cuanto antes lo hagamos, mayores probabilidades de atajarlo tendremos. El enfado puede apagarse en sus comienzos, antes de que se aviven las llamas, si damos con un pensamiento eficaz que logre contenerlo antes de exteriorizarlo. —¿A qué tipo de pensamientos te refieres?A alguna explicación que nos ayude a reconsiderar las cosas, o que satisfaga de alguna manera nuestra perplejidad inicial. Por ejemplo, pensar que la persona que nos ha molestado puede estar cansada, o sometida a unas tensiones que la están alterando, o que es víctima de su mal carácter y no sabe medir bien sus palabras; o recordar que ya otras veces nos hemos enfadado en situaciones parecidas y después lo hemos lamentado a los pocos minutos; etc. También puede convenir alejarse un poco de la causa del enojo, o al menos procurar centrar la atención sobre otros asuntos y así frenar la escalada de pensamientos hostiles. Aunque parezca un remedio muy simple, es un excelente recurso para desactivar el enfado, pues es difícil seguir enfadado cuando uno está enfrascado en otras cosas o lo está pasando bien.
Motivar y motivarse
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¿Por qué esas diferencias?En cualquier ámbito profesional, es fácil observar cómo hay personas que sobresalen por su constancia y dedicación al trabajo, y esto hace que superen a otros compañeros que poseen una capacidad intelectual bastante más alta. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué unos logran mantener ese esfuerzo durante años y otros no, aunque también lo desean? Casi todas las personas desearían llegar a una cota profesional más elevada, y la mayoría de ellas tienen sobrado talento personal para lograrlo. ¿Por qué unos consiguen transformar ese deseo en una motivación diaria que les hace vencer las inercias de la vida, y otros, en cambio, no? ¿Por qué unos niños estudian con constancia sin que parezca costarles mucho, y otros, por el contrario, no hay manera de que lo hagan, aunque se les castigue o se les hable con claridad, serenamente, de las consecuencias a las que su pereza les va a llevar? Parece claro que hablamos de algo que no es cuestión de coeficiente intelectual: Es fácil observar que no coinciden las personas más esforzadas o motivadas con las de mayorcoeficiente intelectual.Hay personas inteligentísimas que son muy perezosas, y hay personas de muy pocas luces que muestran una constancia admirable. ¿Por qué? —Será una cuestión de fuerza de voluntad, supongo.Sí, pero hace falta una motivación para poner en marcha la voluntad. Como ha señalado Enrique Rojas, desde la indiferencia no se puede cultivar la voluntad. Para ser capaz de superar las dificultades y cansancios propios de la vida, es preciso ver cada meta como algo grande y positivo que podemos y debemos conseguir. Por eso, en las personas motivadas siempre hay:
· un algo que les permite obtener satisfacción donde otros no encuentran –o no ponen– ilusión ninguna;
· o un algo que les permite aplazar esa satisfacción (la mayoría de las veces la motivación implica un aplazamiento, pues supone esforzarse ahora con el fin de lograr más adelante algo que consideramos más valioso).Parece claro que en las personas motivadas hay toda una serie de sentimientos y factores emocionales que refuerzan su entusiasmo y su tenacidad frente a los contratiempos normales de la vida. Pero sabemos también que los sentimientos no siempre se pueden producir directa y libremente. La alegría o la tristeza no se pueden originar de la misma manera que hacemos un acto de voluntad. Son sentimientos que no podemos gobernar como gobernamos, por ejemplo, los movimientos de los brazos. Podemos influir en la alegría o en la tristeza, pero sólo de modo indirecto, preparándoles el terreno en nuestro interior, estimulando o rechazando las respuestas afectivas que van surgiendo espontáneamente en nuestro corazón.El sentimiento de la propia eficaciaLa fe de una persona en sus propias capacidades tiene un sorprendente efecto multiplicador sobre esas mismas capacidades. Quienes se sienten eficaces se recuperan más rápidamente de los fracasos, no se agobian demasiado por el hecho de que las cosas puedan salir mal, sino que las hacen lo mejor que pueden y buscan el modo de hacerlas mejor la siguiente vez. El sentimiento de la propia eficacia tiene un gran valor estimulante, y va acompañado de un sentimiento de seguridad, que alienta e impulsa a la acción. —¿Y no es un sentimiento un poco altivo?Es cierto que puede vivirse en su versión arrogante, envuelto en una actitud de cierto desprecio, o incluso de temeridad. Y es verdad que hay personas que parece que sólo disfrutan si consiguen dominar a los demás (y a esas personas el sentimiento de la propia eficacia puede llevarles a comportamientos hostiles o agresivos). Pero no son ésas las actitudes a las que nos referimos ahora. Afortunadamente, la búsqueda del sentimiento de la propia eficacia no tiene por qué conducir a un deseo de dominación de los demás. Tiene otras versiones más constructivas, que llevan a sentirse dueño de uno mismo, poseedor de cualidades que –como toda persona– son irrepetibles, y a verse capaz de controlar la propia formación y el propio comportamiento. Como ha explicado José Antonio Marina, los sentimientos hacia nosotros mismos, o el modo de evaluar nuestra eficacia personal, nuestra capacidad para realizar tareas o enfrentarnos con problemas, no son un sentimiento más, sino que intervienen como ingrediente decisivo en otros muchos sentimientos personales, sobre todo en los se refieren a nuestra relación con los demás. Las personas tenemos una profunda capacidad de dirigir nuestra propia conducta. Prevemos las consecuencias de lo que hacemos, nos proponemos metas y hacemos valoraciones sobre nosotros mismos. Y todo eso puede ser estimulante o paralizante, positivo o negativo, constructivo o autodestructivo. Nuestra inteligencia resulta impulsada o entorpecida por esos sentimientos, que componen un campo de fuerzas, animadoras o depresivas, entre las que ha de abrirse paso un comportamiento inteligente. —¿Por qué dices abrirse paso?Porque hay bastante diferencia entre disponer de una determinada capacidad y ser capaz de llegar a utilizarla. Por esa razón, personas distintas con recursos similares –o bien una misma persona en distintas ocasiones– pueden tener un rendimiento muy diferente. La vida diaria requiere una continua improvisación de habilidades que permitan abrirse paso entre las circunstancias cambiantes del entorno, tantas veces ambiguas, impredecibles y estresantes. Cada uno responde a ellas con sentimientos distintos, que le llevarán a la retirada o a la constancia, dependiendo de la ansiedad que le produzcan y de su capacidad para soportarla. La gente teme –y por tanto tiende a evitar– aquellas situaciones que considera por encima de sus capacidades, y elige aquéllas en las que se siente capaz de manejarse. Por eso, la idea que tenemos de nosotros mismos condiciona en gran parte nuestras acciones, así como el tono vital –pesimista u optimista– con el que elegimos o confirmamos nuestras expectativas. Por ejemplo, aquellos que se consideran poco afortunados en la relación con los demás, o se minusvaloran en su capacidad de ganarse la amistad de otros, o en sus posibilidades de cara al noviazgo, tienden a exagerar la gravedad tanto de sus propias deficiencias como de las dificultades exteriores que se les presentan. Y esa autopercepción de ineficacia o incapacidad suele ir acompañada de un aumento de lo que podríamos llamar miedo anticipatorio, que facilita a su vez el fracaso. Por el contrario, cuando el sentimiento de propia eficacia es alto, el miedo al fracaso disminuye, y con él las posibilidades reales de fracasar.La imagen reflejaLa imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que los demás piensan sobre nosotros; o, mejor dicho, la imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que creemos que los demás piensan sobre nosotros.No puede olvidarse, además, que la imagen que alguien tiene de sí mismo es una componente real de su personalidad, y que regula en buena parte el acceso a su propia energía interior. Y en muchos casos, no sólo permite el acceso a esa energía, sino que incluso crea esa energía. —¿Cómo puede la imagen de uno mismo crear energía interior?Es un fenómeno que puede observarse con claridad, por ejemplo, en los deportes. Los entrenadores saben bien que en determinadas situaciones anímicas, sus atletas rinden menos. Cuando una persona sufre un fracaso, o se encuentra ante un ambiente hostil, es fácil que se encuentre desanimado, desvitalizado, falto de energía. Cuando un equipo de fútbol juega ante su afición, y ésta le anima con calor, los jugadores se crecen de una forma sorprendente. También lo experimentan los corredores de fondo, o los ciclistas: puedes estar al límite de tu resistencia por el cansancio de una carrera muy larga, pero una aclamación del público al doblar una curva parece ponerte alas en los pies. Nuestra energía interior no es un valor constante, sino que depende mucho de lo que pensemos sobre nosotros mismos. Si me considero incapaz de hacer algo, me resultará extraordinariamente costoso hacerlo, si es que llego a hacerlo. Además, la ruta del desánimo tiene también su poder de seducción, pues el derrotismo y el victimismo se presentan para muchas personas como algo realmente tentador. La propia imagen tiene un efecto decisivo en la propia energía interior.Y en esto también se adquiere hábito: el tono vital optimista o pesimista, el sesgo favorable o desfavorable con el que vemos nuestra realidad personal, también es algo que en gran parte se aprende, algo en lo que cualquier persona puede adquirir un hábito positivo o negativo. —¿Y esto de pensar tanto en la propia imagen no es un poco narcisista? El narcisista sufre porque no se ama a sí mismo sino sobre todo a su imagen, de la que acaba por ser un auténtico esclavo. En el momento de elegir entre él mismo y su imagen, acaba en la práctica prefiriendo a su imagen. Y ésa es la causa de sus angustias: una atención exagerada a su figura y, como consecuencia, una falta de identificación y afianzamiento en sí mismo. Optimismo: el gran motivadorMatt Biondi, estrella del equipo de natación de Estados Unidos en las Olimpiadas de 1988, abrigaba muchas esperanzas de igualar la hazaña de Mark Spitz en 1972: ganar siete medallas de oro. Sin embargo, Biondi quedó en un tercer puesto en la primera de las pruebas, los 200 metros libres; y en la siguiente carrera, los 100 metros mariposa, fue de nuevo relegado a un segundo puesto en el sprint final.Los comentaristas deportivos predijeron que aquellos fracasos desanimarían a Biondi, que había partido como favorito en ambas pruebas. Sin embargo, y contra todo pronóstico, su reacción no fue de hundimiento sino de superación, pues ganó la medalla de oro en las cinco restantes carreras. El optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la tristeza ante las adversidades. Como ha señalado Martin Seligman, el optimismo (un optimismo realista, se entiende, porque el optimismo ingenuo puede ser desastroso) influye en la forma en que las personas se explican a sí mismas sus éxitos y sus fracasos. Los optimistastienden a considerarque sus fracasos se deben a algo que puede cambiarse,y gracias a eso es más fácilque a la siguiente ocasiónles salgan mejor las cosas. Los pesimistas, en cambio, atribuyen sus fracasos a obstáculos que se consideran incapaces de modificar. Por ejemplo, ante un suspenso, o ante el paro laboral, los optimistas tienden a responder de forma activa y esperanzada, buscando ayuda y consejo, mirando hacia delante, procurando remover los obstáculos; los pesimistas, por el contrario, enseguida consideran esos contratiempos como algo casi irremediable, y reaccionan pensando que casi nada pueden hacer para que las cosas mejoren, y no hacen casi nada: para el pesimista, las adversidades casi siempre se deben a algún déficit personal insuperable o a la confabulación del egoísmo y la maldad de los demás. La cuestión clave es si uno seguirá adelante cuando las cosas resulten frustrantes. El optimismo es muy importante en la vida de cualquier persona, y en la tarea de educar, se podría decir que es imprescindible, pues la educación, en cierta manera, presupone el optimismo, porque educar es creer firmemente en la capacidad del hombre de mejorar a otros y mejorarse a sí mismo.Estilos pesimistas y estilos optimistasHay en la actualidad indicios claros de que la predisposición hacia la depresión está aumentando de modo preocupante entre los jóvenes. La tendencia patológica a la autocompasión, el abatimiento o la melancolía se presentan cada vez con más frecuencia y a edades más tempranas. Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, éste se ve potenciado por los hábitos mentales pesimistas que, cuando se dan, predisponen a quien los padece a sentirse hundido ante los pequeños contratiempos de la vida (problemas escolares, faltas de entendimiento con sus padres, dificultades en su relación social, etc.). Lo que resulta más revelador es que muchas de las personas propensas a la depresión suelen estar dominadas por hábitos mentales pesimistas antes de caer en ella, y esto hace pensar que luchar contra esos hábitos es una buena forma de prevenir. Todas las personas sufrimos fracasos que momentáneamente nos sumergen en una situación de impotencia o desmoralización. ¿Por qué unas personas salen pronto de esa situación mientras que otras quedan encerradas en ella como en una trampa? Cada persona tiene un estilo para explicar y afrontar los sucesos que le afectan. Los estilos pesimistas tienden a explicar los sucesos desagradables con razones de tipo personal (es culpa mía), con carácter permanente (siempre va a ser así) y proyectándolo de modo expansivo sobre el futuro (esto va a arruinar mi vida completamente). Con esa actitud, la sensación de fracaso no es ya algo sólo del pasado o del presente, sino que se convierte en una negra anticipación del futuro: Todo va a ser así, por mi culpa, y para siempre. Los estilos optimistas son totalmente opuestos: hay cosas que no dependen de mí, las malas situaciones no van a durar siempre, ni ocupan toda la vida, sino sólo una parcela de ella.—¿Y qué se puede hacer para pasar de un estilo pesimista a otro optimista? No es cuestión sencilla. Lo iremos abordando a lo largo de todo el libro, aunque quizá la clave está en aprender a cambiar un poco el modo de pensar, el estilo con el que explicamos las cosas que nos afectan y la atribución de causas a lo que nos sucede. Como decía J. Escrivá de Balaguer, «no llegaréis a conclusiones pesimistas si puntualizáis».—¿Y piensas que esos estilos son de nacimiento?Aunque siempre hay una determinación genética de esa propensión optimista o pesimista, influye de modo decisivo el aprendizaje personal, y desde edades muy tempranas. Por ejemplo, un niño de siete años ya tiene un modo muy personal de explicar las cosas que le suceden. Antes de esa edad, los niños suelen ser siempre optimistas, razón por la que no hay depresiones ni suicidios en niños más pequeños (ha habido niños de cinco años que han cometido incluso asesinatos, pero nunca han actuado contra su propia vida). —¿Y qué es lo que determina ese modo de interpretar las cosas?Sobre todo, el modo en que sus padres explican cada cosa que sucede. Un niño oye continuamente comentarios sobre los acontecimientos de la vida diaria. Sus antenas están siempre desplegadas, y siente un inagotable interés por encontrar explicaciones a las cosas. Busca con insistencia los porqués. El pesimismo u optimismo de los padres y hermanos es recibido por el niño como si fuera la propia estructura de la realidad. Otro elemento decisivo es el modo en que los adultos –los padres, otros familiares, sus profesores, la asistenta, etc.– valoran o critican el comportamiento de los niños. Los niños se fijan mucho, y no sólo en el contenido de la reprimenda, sino también en el modo. Por ejemplo, es muy distinto si los reproches o reprimendas se basan en causas permanentes o en cuestiones coyunturales. Si a un niño o una niña se le dice: «Has dicho una mentira», «No estás prestando atención», o «Esta evaluación has estudiado poco las matemáticas», o frases semejantes, las recibirá como observaciones basadas en descuidos ocasionales y específicos que puede superar. En cambio, si se le dice habitualmente: «Eres un mentiroso», «Siempre estás distraída», «Eres muy malo para las matemáticas», etc., el niño o la niña lo entenderán como algo permanente en ellos y muy difícil de evitar. El estilo educativodificulta o favorecela motivación.El mundo emocional de cada uno dificulta o favorece su capacidad de pensar, de sobreponerse a los problemas, de mantener con constancia unos objetivos. Por eso, la educación de los sentimientos establece un límite de la capacidad de hacer rendir los talentos de cada uno.
Aprender a motivarse
>> Merecen elogio los hombresque en sí mismos hallaron el ímpetuy subieron en hombros de sí mismos.Séneca
El aprendizaje de la decepciónOtro elemento importante es el modo en que los niños van superando las primeras crisis de entidad que se presentan en su vida. Si las superan bien, se enfrentarán de manera mucho más optimista a las siguientes. En cambio, los niños que han vivido situaciones críticas crónicas o mal resueltas tienden a sufrir fracasos semejantes más adelante. —¿A qué te refieres con lo de las crisis mal resueltas?Los sentimientos de fracaso o de decepción, cuando no se saben asumir, tienden a mantenerse fijos en la memoria, parpadeando como un señuelo perturbador. Y en vez de aportar una experiencia, siempre aleccionadora, hacen que se apodere de la mente una idea negativa sobre uno mismo o sobre los demás. —¿Y la solución?Quizá aprender a hacer las paces con uno mismo. En muchos casos, con sólo aceptar serenamente el error, se esfuman los fantasmas del fracaso y puede llegarse a muchas enseñanzas útiles. Es preciso hacer frente al abatimiento o al enfado, reconducir nuestros pensamientos y, de esa manera, acabar reconduciendo también nuestros sentimientos. El hecho de hacer frente a los pensamientos negativos va disipando los estados de ánimo pesimistas, y con el esfuerzo sostenido, día a día, esto acaba convirtiéndose en un hábito. Cuando una persona logra transformar el fruto del fracaso en una herramienta que forja su persona y la templa, hace entonces un descubrimiento tremendamente liberador.Como ha señalado José Antonio Marina, hay dos tipos de razonamientos peligrosos a la hora de afrontar un fracaso. El primero es éste: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; como lo cierto es que me va mal, no lo estoy haciendo bien». Conclusión: depresión y culpabilidad.Y el segundo es análogo: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; estoy haciendo las cosas bien, pero me va mal. Luego el mundo es injusto». Conclusión: cólera e indignación.Una de las clavesde una buenaeducación sentimentales aprender a asumir el fracaso.En este punto influye de modo decisivo el sentido que cada uno haya querido dar a su vida. Como subrayó Martin Seligman al término de los estudios a que antes nos referíamos, puede decirse que durante las últimas décadas hemos asistido en bastantes ambientes a un ascenso del individualismo y a un cierto declive de las creencias religiosas y del soporte moral proporcionado por la familia y la sociedad, y eso ha supuesto la pérdida de toda una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida que uno cuente con una perspectiva más amplia –como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte–, los fracasos quedan inscritos en un contexto distinto, mucho más resistente al abatimiento y la desesperanza. Cuando se saben enmarcar las cosas en su justo contexto, se comprende que el hombre sólo fracasa realmente cuando fracasa como persona: ése es el verdadero y profundo desengaño, el que convierte en una tragedia la propia vida. No hay nada más frustrante que experimentar éxito en lo exterior cuando lo que hay en el propio interior sólo produce sonrojo y vergüenza.Capacidad de concentraciónCuando una persona atraviesa una crisis importante en su vida (por ejemplo, ante problemas familiares o profesionales graves, o ante enfermedades serias), experimenta en su propia carne lo difícil que resulta mantener la atención en las tareas habituales del trabajo o el estudio.De la misma manera, cualquier persona que haya padecido una depresión sabe también cómo, en esa situación, los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la sensación de impotencia o de desaliento, son tan intensos que dificultan seriamente cualquier otra actividad. De modo más general, cuando una determinada situación emocional dificulta la concentración, observamos que disminuye notablemente nuestra capacidad de mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que llevamos a cabo, y no logramos pensar con claridad. En el extremo opuesto de esa dificultad para fijar la atención, está lo que podríamos llamar concentración: un estado de olvido de uno mismo en el que la atención se absorbe por completo y se focaliza tanto que se ciñe casi sólo a la estrecha franja de percepción relacionada con la tarea que estamos llevando a cabo. —Tal como lo dices, es parecido a una obsesión.La diferencia es que la preocupación obsesiva produce desasosiego, mientras que con la concentración nos encontramos serenos y absortos en lo que hacemos. Como ha señalado Daniel Goleman, la concentración nos hace entrar en una especie de oasis en el que, una vez en él, con poco esfuerzo de voluntad mantenemos un alto rendimiento. Nos encontramos entregados a una tarea, sin pensamientos intrusivos que nos distraigan. Es un estado en el que hasta el trabajo más duro puede resultarnos entretenido y gratificante, en vez de extenuante y agotador. Y por eso tiene importantes consecuencias en la educación, por ejemplo, de niños o adolescentes. —Sí, pero no toda concentración es buena: pueden estar muy concentrados en algo inútil, o incluso en algo perjudicial.En efecto. Muchos de ellos, por ejemplo, pasan bastante tiempo aburriéndose en actividades como ver televisión horas y horas cada día, lo cual apenas les reporta nada positivo ni pone a prueba sus habilidades. Pero si logramos que descubran la satisfacción que produce entregarse a una tarea que estimule su capacidad y les haga sentirse comprometidos con algo que les ponga a prueba y les lleve a desarrollar nuevas áreas de su talento, entonces habrán entrado en el ciclo de la motivación. Deben lograr habituarse a concentrar la atención en tareas que supongan un desarrollo exigentede sus capacidades.De lo contrario, quedará muy limitado el alcance de las tareas intelectuales de que podrán disfrutar en el futuro, pues les resultarán desproporcionadamente áridas e ingratas. Para lograr una mejora en este punto, han de esforzarse en no depender en exceso del bienestar, no ser personas que se abaten enseguida ante las pequeñas molestias o incomodidades, o ante el esfuerzo físico. Han de aprender a concentrarse en lo que deben hacer, aunque les exija permanecer de pie bastante tiempo, o sentarse en un lugar poco cómodo, o aguantar en una situación de cierta tensión. En ese sentido, resulta muy positivo encontrar tareas y habilidades que fortalezcan su capacidad de concentrarse y de proponerse objetivos. Tareas en las que él vea que rinde, en las que se sienta seguro, satisfecho, estimulado: tocar un instrumento musical, aprender idiomas, desarrollar un deporte, interesarse por la historia o la pintura, aficionarse a la astronomía, el bricolaje, la fotografía, etc. De esta manera, lograrán cada vez una mayor independencia respecto a las inercias que podríamos llamar corporales, y así podrán después proponerse y alcanzar otros proyectos vitales más serios. Control de la preocupaciónBastantes estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de ansiedad durante las épocas de exámenes, y esto afecta negativamente a sus resultados. Sin embargo, para otras muchas personas, el estado de preocupación ante un examen estimula su intensidad en el estudio, y gracias a ello logran un rendimiento mucho mayor. La cuestión clave espor qué la preocupacióna unos les estimulay a otros les paraliza.Según unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; a otros, en cambio, les asaltan pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan mal este tipo de exámenes», «no sirvo para esta asignatura», etc.), y esa predisposición sabotea sus esfuerzos. La excitación interfiere con el discurso mental necesario para el estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del examen. Es así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso. En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria –ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una entrevista importante– para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y, en consecuencia, hacerlo mejor.—Hará falta encontrar un punto medio entre la ansiedad y la indiferencia. En efecto, pues el exceso de ansiedad lastra el esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad (en el sentido de indolencia, se entiende) produce apatía y desmotivación. Por eso, un cierto entusiasmo (incluso algo de euforia en algunas ocasiones) resulta muy positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo en las de tipo más creativo. Aunque si la euforia crece demasiado, o se descontrola, la agitación puede socavar la capacidad de pensar de modo coherente e impedir que las ideas fluyan con acierto y realismo. Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor. Los estados de ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección pesimista, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más apocadas, temerosas y suspicaces. Aplazar la gratificaciónEn la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de unos veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que yo vuelva, entonces te daré dos.» Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para la mayoría de los chicos. Se les planteaba un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la chocolatina y el deseo de contenerse para lograr dos poco después. Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona. Tal vez no hayhabilidad psicológicamás decisivaque la capacidad de resistir el impulso.Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional, puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no siempre ese deseo será oportuno. El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento de esos mismos chicos durante más de quince años.En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero los otros, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina al poco de quedarse solos en la habitación. Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de aplazar la gratificación –y, por tanto, el autocontrol emocional–, una de las cosas que más llamó la atención al equipo de investigadores fue el modo en que aquellos chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar para entretenerse, o incluso intentar dormirse.Pero lo más sorprendente de aquel estudio comparativo vino diez o doce años más tarde, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de esos chicos y chicas que en su infancia habían logrado resistir aquella famosa espera de la chocolatina, eran luego en su adolescencia –siempre en términos de conjunto– personas notablemente más emprendedoras y equilibradas, menos proclives a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes. Un niño de cuatro años ha recibido ya mucha educación: puede haber aprendido a ser obediente o desobediente, disciplinado o caprichoso, ordenado o desordenado. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que resalta aquella investigación es que las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona honrada o tener buenos amigos.Este experimento muestra cómo los chicos poseen ya desde muy pronto importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro. Esa capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación, para alcanzar así otras metas –ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o mantener unos principios éticos–, constituye una parte esencial del gobierno de uno mismo. Y todo lo que en cualquier tarea de educación, o de autoeducación, pueda hacerse por estimular esa capacidad será siempre de una gran trascendencia.
Reconocer los sentimientos de los demás
>> El corazón humano es un instrumento de muchas cuerdas; el perfecto conocedor de los hombres las sabe hacer vibrar todas, como un buen músico. Charles Dickens
Sensibilidad ante los sentimientos ajenosHay personas que sufren de una especial falta de intuición ante los sentimientos de los demás. Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto. A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo están logrando herirle.O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman confianzas que molestan o causan desconcierto. O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta contraproducente. O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.—¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la vida de los demás como un caballo en una cacharrería? No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos. Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás. Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que todos irradiamos de modo continuo. Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos. Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas. —Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la amistad, emocionalmente más estables, etc.Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para ejercer la autoridad, para tener amigos..., en fin, para casi todo. Desde la primera infanciaLa capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros, por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en gran parte, a la educación. —¿Y cómo se aprende?Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su conducta supone para otras personas. Hacerle caer en la cuentade las repercusionesque sus palabraso sus hechos tienenen los sentimientosde los demás.Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho. —¿Y por qué a veces son tan distintos los sentimientos de dos hermanos que han sido educados casi igual?Además de la educación hay en juego muchos otros factores, y por esa razón hay que dejar siempre un amplio margen a causas relacionadas con el temperamento con que se nace, decisiones personales que cada persona toma a lo largo de su vida, etc. De todas formas, la educación es un factor de gran peso, y por eso lo más frecuente (sobre todo durante los primeros años) es que los hermanos se parezcan bastante en cuanto a su educación sentimental.Además, aunque la educaciónno sea el único factor,es sobre el que los padresmás pueden actuar.La fuerza del ejemploEn el aprendizaje emocional tienen un gran protagonismo los procesos de imitación, que pueden llegar a ser muy sutiles en la vida cotidiana. Basta pensar, por ejemplo, en la facilidad con que se producen transferencias de estado de ánimo entre las personas (tanto la alegría como la tristeza, el buen o mal humor, la apacibilidad o el enfado, son estados de ánimo notablemente contagiosos). O en cómo se transmite de padres a hijos la capacidad de reconocer el dolor ajeno y de brindar ayuda a quien lo necesita. Son estilos emocionales que todos vamos aprendiendo de modo natural, casi por impregnación. No hay que olvidar que la mayoría de las veces las personas captamos los mensajes emocionales de una forma casi inconsciente, y los registramos en nuestra memoria sin saber bien qué son, y respondemos a ellos sin apenas reflexión. Por ejemplo, ante determinada actitud de otra persona, reaccionamos con afecto y simpatía, o, por el contrario, con recelo o desconfianza, y todo ello de modo casi automático, sin que sepamos explicar bien por qué. Todos estamos muy influidos por hábitos emocionales, que en bastantes casos hemos ido aprendiendo sin apenas darnos cuenta, observando a quienes nos rodean. —Decías que esa capacidad se transmite en la familia, pero luego resulta que hay niños muy egoístas e insensibles con padres de gran corazón. Ciertamente es así, y el motivo es claro. El modelo es importante,pero no lo es todo.Además de presentarles un modelo (por ejemplo, de padres atentos a las necesidades de los demás), es preciso sensibilizarles frente a esos valores (hacerles descubrir esas necesidades en los demás, y señalarles el atractivo de un estilo de vida basado en la generosidad). Pero después –y esto es decisivo–hay que educar en un climade exigencia personal.Si no hay autoexigencia, la pereza y el egoísmo ahogan fácilmente cualquier proceso de maduración emocional. El cariño potencia el aprendizaje,pero no puede sustituirlo.Y sin un poco de disciplina, difícilmente se pueden aprender la mayoría de las cosas que consideramos importantes en la vida. Como ha escrito Susanna Tamaro, la disciplina y la autoridad son decisivas para educar, pues generan respeto y ganas de mejorar.También es esencial la sintonía del niño con los padres y demás educadores: que haya un clima distendido, de buena§ comunicación; § que en la familia sea fácil crear momentos de más§ intimidad, en los que puedan aflorar con confianza los sentimientos de cada uno y así ser compartidos y educados; § que no haya un excesivo pudor a la§ hora de manifestar los propios sentimientos (se han hecho, por ejemplo, numerosos estudios sobre el efecto positivo de manifestar el afecto a los niños mediante la mirada, un beso, una palmada, un abrazo, etc.); § que haya§ facilidad para expresar a los demás con lealtad y cariño lo que de ellos nos ha disgustado; etc. § Cuando falta esa sintonía frente a algún tipo de sentimientos (de misericordia ante el sufrimiento ajeno, de deseo de superarse ante una contrariedad, de alegría ante el éxito de otros, etc.), en la medida en que en un ambiente –familia, colegio, amigos, etc.– esos sentimientos no se fomentan, o incluso se dificultan o se desprestigian, cada uno tiende a no manifestarlos y, poco a poco, los sentirá cada vez menos: se van desdibujando y desaparecen poco a poco de su repertorio emocional. Sano y cordial inconformismoLa falta de capacidad para reconocer los sentimientos de los demás conduce a la ineptitud y la torpeza en las relaciones humanas. Por eso, tantas veces, hasta las personas intelectualmente más brillantes pueden llegar a fracasar estrepitosamente en su relación con los demás, y resultar arrogantes, insensibles, o incluso odiosas. Hay toda una serie de habilidades sociales que nos permiten relacionarnos con los demás, motivarles, inspirarles simpatía, transmitirles una idea, manifestarles cariño, tranquilizarles, etc. A su vez, la carencia de esas habilidades puede llevarnos con facilidad a inspirarles antipatía, desalentarles, despertar en ellos una actitud defensiva, ponerles en contra de lo que hacemos o decimos, inquietarles, enfadarles, etc. Se trata de un aprendizaje emocional que, como hemos dicho, comienza desde una edad muy temprana. Puede consistir en que el niño aprenda a: contener las emociones (por ejemplo, para dominar su§ desilusión ante un regalo bienintencionado, pero que ha defraudado sus expectativas), § o bien a estimularlas (por ejemplo, procurando poner§ y manifestar interés en una cortés conversación de compromiso que de por sí no le resulta interesante). § —Pero, en cierta manera, eso es esconder los verdaderos sentimientos y sustituirlos por otros que no se tienen, y que por tanto son falsos, o al menos artificiales. No se trata de eso.Lo que debe buscarse no es el falseamientode los sentimientos,sino el automodeladodel propio estilo emocional.Si una persona advierte, por ejemplo, que está siendo dominada por sentimientos de envidia, o de egoísmo, o de resentimiento, lo que debe hacer es procurar contener esos sentimientos negativos, al tiempo que procura estimular los sentimientos positivos correspondientes. De esa manera, con el tiempo logrará que éstos acaben imponiéndose sobre aquéllos, y así irá transformando positivamente su propia vida emocional. —Pero muchos sentimientos no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino adecuados o inadecuados a la situación en que estamos.Sí, y por esa razón en muchas ocasiones es preciso esforzarse en compartimentar las emociones, es decir, procurar no seguir bajo su influencia cuando las circunstancias han cambiado y exigen en nosotros otra actitud.Por ejemplo, podemos tener una situación en el trabajo que nos lleva a emplear nuestra autoridad de una manera que probablemente luego no es nada adecuada al llegar a casa. O quizá hemos tenido una conversación algo tensa, o una reunión difícil, y salimos algo alterados, con o sin razón, pero... quizá esa actitud, o ese tono de voz, o esa cara, son rigurosamente inoportunos e inadecuados para la reunión o la conversación siguientes.Por eso, la dificultad de trato de muchas personas no está en que les falte afabilidad o cordialidad, sino en que no saben compartimentar. Al permitir que sus frustraciones contaminen otras situaciones distintas de la causante originaria, hacen pagar por ellas a quienes no tienen nada que ver con el origen de sus males. Ese tipo de personas sufre con facilidad muchas decepciones, porque se ven arrastradas por sus estados de desánimo, crispación o euforia. Son un poco simples, se lee en ellos como en un libro abierto, y son por eso muy vulnerables: el que sepa captar sus cambios de humor jugará con ellos como con una marioneta, con sólo saber tocar los puntos oportunos en el momento oportuno. —Es cierto que muchas veces experimentamos sentimientos que no nos parecen adecuados..., pero estar todo el día pendientes de corregirlos, produce una tensión interior..., ¿eso es bueno?Es que no debe ser una tensión crispada, ni agobiante. Debe ser un empeño cordial y amable, como un sano ejercicio, practicado con deportividad, que no nos agota ni nos angustia sino que nos hace estar en buena forma, nos enriquece y nos permite disfrutar de verdad de la vida.—¿Y cuándo puede uno sentirse ya satisfecho de cómo es su estilo sentimental? Porque esto es una historia sin fin...Soy partidario de un sano, cordial y prudente inconformismo, pues quienes son demasiado conformistas con lo que ya son, hipotecan mucho su felicidad.
Simpatía y talento social
>> El corazón humanoes un instrumentode muchas cuerdas;el perfecto conocedorde los hombres lassabe hacer vibrar todas,como un buen músico.Charles Dickens
Capacidad de establecer contacto personal«Yo veía –me contaba con cara seria David, un chico de quince años, refiriéndose a uno de sus profesores– que aquel hombre lo pasaba realmente mal en nuestra clase.»Y entonces me acordé de que ese profesor nuestro tendría mujer, y seguramente hijos. Y pensé en ellos, en que probablemente le estarían esperando esa noche para cenar, y le llamarían de tú, y le darían un beso al llegar a casa. Tenían este padre grandote y cansado, digno de todo cariño, al que nosotros estábamos impacientando y despreciando con aquel barullo.»Según le iba escuchando, pensaba en la notable capacidad que tenía David para observar y reconocer los sentimientos de otros. Aquel chico, a quien ya conocía de tiempo atrás, tenía un sorprendente talento para comprender lo que sucedía en el interior de las personas, y eso le hacía ser muy sociable. Era de esas personas con las que resulta agradable estar porque su destreza emocional hace a cualquiera sentirse bien a su lado.Y pensaba en que las personas que son así tienen una valía especial, pues pueden influir muy positivamente en los demás. Son aquellos a quienes todos se dirigen cuando necesitan un consejo, unas palabras de consuelo o un rato de conversación. Era evidente que David lograba establecer enseguida un contacto personal con cualquiera. ¿A qué se debía?No resultaba fácil saberlo, pues era algo muy sutil, un conjunto de cualidades un tanto misteriosas, que se manifestaban en su forma de saludar, en el tono de voz que empleaba, en el modo de interesarse por un detalle personal, en una mirada que despierta un sentimiento de cercanía y de conexión, que hace al interlocutor sentirse bienvenido y valorado. Pero, sobre todo, David reconocía muy bien cómo se sentían las personas.—¿Y cómo se desarrolla esa capacidad?Desarrollando la capacidad de observación, y siendo capaces asociar esos sentimientos que vemos en los demás a unos determinados gestos, comentarios, expresiones faciales, tonos de voz, tipos de reacciones, etc., que también observamos simultáneamente en ellos.—Pero eso suena un poco a obsesión psicológica por catalogar a la gente, ¿no?No se trata de eso. Puede y debe ser algo muy natural. Por ejemplo, hay personas que parecen no tener apenas capacidad para darse cuenta de si su cónyuge, su hijo, su padre, su compañero, su vecino, o quien sea, tienen buena o mala cara. ¿Por qué? Porque quizá nunca se fijan en la cara que los otros ponen, o porque van un poco a lo suyo, o no se les ocurre prestar atención a eso.Cuando se pone un poco de interés, pronto se distingue con claridad que la cara que trae hoy es la de disgusto (o de alegría radiante). O que esa sonrisa forzada indica sutilmente que no le ha hecho ninguna gracia la broma que le han hecho. O vemos que ha torcido el labio como hace siempre que empieza a enfadarse. O que esas ojeras y la palidez de la cara revelan una larga noche de insomnio. O que ese otro silencio, o esa significativa ausencia, indican una determinada situación de crisis interior.Es preciso aprender a interpretar los rostros. Nuestra cara y nuestros ojos reflejan misteriosamente nuestro estado interior, y almacenan una enorme carga de información, de innumerables sentimientos y motivaciones. A medida que avancemos en ese aprendizaje emocional, cada vez lograremos interpretar mejor los sentimientos que embargan a una persona, e iremos sabiendo mejor cómo comportarnos ante ella, e incluso cómo prever esos sentimientos. Esto último es especialmente importante, pues podremos saber con bastante exactitud, por ejemplo, cuándo una persona está a punto de enfadarse, o, mejor, qué es lo que le puede molestar, y qué es lo que le puede alegrar o tranquilizar.En cambio, las personas que desarrollan poco esa habilidad para captar y transmitir emociones suelen tener problemas, pues despiertan fácilmente la incomodidad de los demás. Y lo más doloroso para ellas es que –precisamente por su incapacidad para reconocer los sentimientos de los demás– no logran entender bien por qué los otros se molestan.Por ejemplo, saber ajustar el tono emocional de una conversación es una habilidad extraordinariamente importante en las relaciones humanas, y muestra de un control inteligente y profundo de la propia vida emocional. Es una habilidad que algunos poseen en alto grado de modo innato (igual que otros nacen más dotados para determinados deportes, o para el ritmo musical, o para actuar en público), pero está claro que son habilidades que cualquiera puede desarrollar poco a poco, con esfuerzo, motivación y tiempo.Las personas más dotadaspara las relaciones humanas son aquéllasque observan los sentimientos de los demás,saben reconocerlos,saben preverlosy saben estimularlos positivamente.Talento socialEs la hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por el patio. Varios tropiezan, y uno de ellos se hace daño en una rodilla y comienza a llorar. Todos los demás siguen con sus juegos, sin prestarle atención..., excepto Roger. Roger se detiene junto al chico que ha caído, le observa, espera a que se calme un poco, y después se agacha, frota con la mano su propia rodilla y comenta, con un tono comprensivo y conciliador: «¡vaya, yo también me he hecho daño!».Esta escena es observada por un equipo investigador que dirigen Tomas Hatch y Howard Gardner, en una escuela norteamericana. Al parecer, Roger tiene una extraordinaria habilidad para reconocer los sentimientos de sus compañeros de guardería y para establecer un contacto rápido y amable con ellos. Fue el único que se dio cuenta del sufrimiento de su compañero, y también fue el único que trató de consolarle, aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor: un gesto que denota una habilidad especial para las relaciones humanas y que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un prometedor conjunto de talentos que irán floreciendo a lo largo de su vida. Al término de su estudio sobre el comportamiento infantil en la escuela, estos investigadores propusieron una clasificación de las habilidades que reflejan el talento social de una persona:
· Capacidad de liderazgo, es decir, de movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Es una capacidad que se apunta ya en el patio del colegio, cuando en el recreo surge un niño o una niña –siempre los hay– que decide a qué jugarán, y cómo; y que pronto acaba siendo reconocido por todos como líder del grupo.
· Capacidad de negociar soluciones, o sea, de mediar entre las personas para evitar la aparición de conflictos o para solucionar los ya existentes. Son los niños –también los hay siempre– que suelen resolver las pequeñas disputas que se producen en el patio de recreo.
· Capacidad de establecer conexiones personales, esto es, de dominar el sutil arte de las relaciones humanas que requieren la amistad, el amor o el trabajo en equipo. Es la habilidad que acabamos de señalar en Roger: son esos niños que saben llevarse bien con todos, que saben reconocer el estado emocional de los demás, y suelen ser por ello muy queridos por sus compañeros.
· Capacidad de análisis social, es decir, de detectar e intuir los sentimientos, motivos e intereses de las personas. Son los niños que desde muy pronto se sitúan sobre cómo son los demás compañeros o profesores, y demuestran una intuición muy notable. El conjunto de esas habilidades –que, insistimos, son al tiempo innatas y adquiridas– constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, y es el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social y del carisma personal. Como ha señalado Daniel Goleman, esas personas socialmente inteligentes saben controlar la expresión de sus emociones, conectan más fácilmente con los demás, captan enseguida sus reacciones y sentimientos, y gracias a eso pueden reconducir o resolver los conflictos que aparecen siempre en cualquier interacción humana. Muchos son también líderes naturales, que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y guiar a un grupo hacia el logro de sus objetivos. Son, en cualquier caso, el tipo de personas con quienes resulta agradable estar porque hacen siempre aportaciones constructivas y transmiten buen humor y sentido positivo. —Pero habrá personas con gran éxito social, muy populares, pero que están insatisfechas por dentro, supongo. Sin duda, pues las habilidades sociales no deben ser un fin en sí mismas, sino un medio para hacer el bien, a uno mismo y a los demás. Si una persona busca ese éxito en sus relaciones humanas quebrantando los valores morales o traicionando sus principios, podrá ser un experto en causar buena impresión (en expresión de Mark Snyder, será un auténtico camaleón social), pero fracasará rotundamente en su vida personal. Algunas personas caen en ese error como consecuencia de un deseo excesivo –a veces patológico– de ser querido y apreciado por todos. Ese deseo les lleva a aparentar de continuo lo que no son, y, en esa enfermiza carrera por ganarse el afecto de los demás, caen en una especie de mercantilismo emocional. Son personas que pueden llegar a tener una imagen excelente, pero unas relaciones personales muy inestables y poco gratificantes. Aprender a situarseHay personas cuya torpeza en sus relaciones humanas proviene, simplemente, de haber recibido una escasa educación en todo lo referente a las normas de comportamiento social. Cuando advierten esas carencias, puede invadirles un considerable miedo a no saber manejarse con soltura o a cometer errores que les parecen extraordinariamente ridículos. —¿Y no será que esas personas son por naturaleza más torpes para aprender las normas de buena convivencia, aunque se las hayan enseñado? Muchas veces serán las dos cosas, y se potenciarán la una a la otra. La falta innata de habilidades sociales suele generar una cierta ansiedad en quien la padece, al advertir su propia torpeza, y eso dificulta su capacidad de aprender. En cualquier caso, la única solución asequible es esforzarse por cultivar cuestiones básicas para la buena convivencia diaria. Por ejemplo, aprender a:
· iniciar o mantener con soltura una conversación circunstancial, para no ser de esos que a las dos palabras tienen que despedirse con cualquier pretexto, porque apenas tienen conversación y no saben qué más decir.
· mostrar interés por lo que nos dicen, y hablar sin apartar la mirada;
· saber decir que no, o dar por terminada una conversación o una llamada telefónica que se alarga demasiado;
· darse cuenta de que el interlocutor lleva tiempo emitiendo discretas señales de su deseo de cambiar de tema, o de terminar la conversación o la visita;
· no invadir el espacio personal de los demás (no acercarse físicamente demasiado al hablar; no entrar en temas o lugares que requieren andarse con mucha más prudencia y respeto; evitar preguntas molestas o inoportunas; etc.);
· no emplear tono paternalista, o de reconvención inoportuna, de hostilidad o de superioridad (todos ellos despiertan incomodidad o actitud de defensa en el interlocutor);
· pedir perdón cuando sea necesario, dar las gracias, pedir las cosas por favor, etc. (es más importante de lo que parece).Se trata de reconocer los mensajes emocionales que emiten los demás, y también de acertar en los que emitimos nosotros. Ambas sensibilidades suelen estar muy relacionadas, y ambas son muy importantes. A veces, por ejemplo, una simple expresión facial inoportuna o desafortunada, o un comentario o un tono de voz que se interprete de forma negativa, pueden hacer que los demás reaccionen de forma distinta a lo que esperábamos, y nos sentiremos frustrados ante esos efectos indeseados de nuestro comportamiento. Por eso resulta decisivo aprender a situarse en relación a cada persona, sabiendo que cada uno puede tener una forma de ser muy distinta a la nuestra. No basta con tratar a los demáscomo queremos que nos traten a nosotros, hay que tratarles como querríamos que nos trataran si fuéramos como ellos.Un ejemplo es lo que sucede con la idiosincrasia de cada país o región, o con el estilo propio de cada ambiente social o tipo de personas. Hay modos de decir o de tratarse que en un lugar pueden resultar muy normales, pero en otros resultan chocantes. En unos ambientes, por ejemplo, es habitual tratarse enseguida con mucha confianza, pero en otros lo normal es ir más despacio; y lo que en unos sitios puede ser una muestra de franqueza, en otros puede parecer agresivo o provocador. También hay que tener presente que la gente de determinados ambientes o lugares suele ser más sensible, y tratarse entre sí con mucha delicadeza, empleando un tono más apacible, y diciéndose las cosas de modo menos directo. Si alguien ajeno no actúa así, aparecerá ante ellos como una persona seca y cortante. En cambio, en otras circunstancias, esa actitud resultaría extraña, o podría interpretarse incluso como de falta de confianza o de carácter.Es de vital importanciahacerse cargode cómo esy cómo estáquien tenemos delante.Necesidad de ser aceptadoEl miedo a no ser aceptado es uno de los principales factores que retraen a un niño a la hora de aproximarse a un grupo de compañeros de clase que están enfrascados en un juego. Se trata de una inquietud que produce un cierto grado de ansiedad, que habitualmente potencia la falta de habilidades sociales del chico y aumenta el riesgo de que actúe con torpeza cuando se acerque al grupo –si finalmente se atreve– e intente incorporarse a él aparentando una total naturalidad. Es ése un momento crítico, en el que la falta de soltura y de habilidad social puede hacerse patente con toda su crudeza. Como apunta Daniel Goleman, resulta ilustrativo y al tiempo doloroso ver cómo un niño da vueltas en torno a un grupo de compañeros que están jugando y que no le permiten participar. Además, los niños pequeños suelen ser cruelmente sinceros en los juicios que llevan implícitos tales rechazos. La ansiedad que siente el niño rechazado, o que teme ser rechazado, no es muy distinta de la que experimenta el adolescente que se encuentra aislado en medio de una conversación de un grupo de amigos, y no sabe bien cómo o cuándo intervenir. O la de quien está en una fiesta, o en una discoteca, pero quizá sufre una profunda soledad, pese a estar rodeado de quienes parecen ser sus amigos íntimos. O la que siente un adulto en una comida o una reunión en la que no logra situarse y entablar una conversación fluida con nadie. Volviendo a nuestro ejemplo, si observamos cómo actúa un niño que sabe manejarse bien, veremos que quizá el recién llegado comienza analizando durante un tiempo qué es lo que ocurre, antes de poner en marcha una estrategia de aproximación. Su éxito depende de su capacidad para comprender el marco de referencia del grupo y saber qué cosas serán aceptadas y cuáles estarían fuera de lugar. Un error muy habitual en los niños más torpes –igual que sucede con los mayores– es que pretenden tomar protagonismo demasiado pronto: enseguida dan sus opiniones o muestran su desacuerdo, cuando aún no han sido suficientemente aceptados por el grupo, y entonces son rechazados o ignorados. En otros casos, el problema es que se enfadan cuando pierden, o se jactan y humillan a los demás cuando ganan, y con esa actitud se ganan igualmente el rechazo de los demás. Los que son más hábiles, en cambio, observan antes al grupo, para comprender bien lo que está ocurriendo, y luego hacen algo para facilitar su aceptación, y esperan a que se confirme esa aceptación antes de dar sus opiniones o proponer un plan. Si quieren expresar sus ideas o sus preferencias, procuran que los demás expresen antes las suyas: así, al tantear y tener en cuenta los deseos de los demás, les resulta más fácil no perder la conexión con ellos. Esas personas procuran comportarse de modo amistoso y simpático; saben encontrar soluciones alternativas en los momentos de conflicto (en vez de pelearse o automarginarse); se esfuerzan por mostrarse abiertos y comunicativos; escuchan y observan a los otros para averiguar cómo se sienten; saben decir algo agradable cuando los demás hacen algo bien; brindan con facilidad su colaboración y su ayuda; etc. En cambio, quienes tienen menos discernimiento emocional no saben cómo deben actuar para que se les considere una compañía agradable y los demás estén a gusto con ellos. Y el niño que fracasa en sus relaciones sociales –en el aula o en otros ámbitos– sufre de una manera que a muchos adultos les resulta difícil comprender (o recordar). Pero la cuestión clave, además, no es ese sufrimiento infantil (o al menos no es sólo eso), sino el riesgo de que esa frustración reduzca seriamente sus posibilidades futuras en cuanto a las relaciones humanas y condicione negativamente el desarrollo de su estilo sentimental. En el crisol de las amistades infantiles y en el bullicio del juego es donde se forjan las primeras habilidades emocionales que van definiendo el propio estilo sentimental. Todo lo que la educación pueda hacerpara fomentar el talento social de los niños resultará de indudable trascendenciade cara a su futuro.Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, el primer trato con los mejores amigos del mismo sexo es lo que mejor enseña en la infancia a navegar con soltura en el mundo de las relaciones humanas, a dirimir nuestras diferencias y a compartir nuestros sentimientos más profundos. Los niños que son o se sienten rechazados disponen de muchas menos ocasiones para entablar amistades en los años escolares, y pierden así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En este sentido, tener amigos –aunque al principio sólo sea uno e incluso aunque esa amistad no sea muy sólida–, puede suponer para esos chicos un punto de inflexión en su educación sentimental. Una razón más para que los padres faciliten a sus hijos la posibilidad de hacer buenos amigos en ambientes adecuados.
La posibilidad de cambiar
>> Nada hay más poderosoque una idea a la queha llegado su momento.Víctor Hugo
El estado sentimentalComo ha señalado José Antonio Marina, nuestra relación con todo lo que nos rodea es siempre afectiva. Nuestros sentimientos nunca logran permanecer totalmente neutrales. Tenemos siempre un estado de ánimo, una disposición afectiva. Nos encontramos de modo permanente en la encrucijada de muchos caminos mentales, en un auténtico laberinto donde se entrecruzan ideas, sentimientos, deseos y acciones. Todo influye sobre todo, en una enredada red de causas en la que es fácil perderse, y hace que tantas veces los problemas de los sentimientos parezcan círculos sin salida. Los sentimientos nos acompañan siempre, atemperándonos o destemplándonos. Aparecen siempre en el origen de nuestro actuar, en forma de deseos, ilusiones, esperanzas o temores. Nos acompañan luego durante nuestros actos, produciendo placer, disgusto, diversión o aburrimiento. Y surgen también después de actuar, haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia. Son como un reducto de nosotros mismos que no siempre controlamos ni conocemos con claridad, pero que acompaña todo nuestro vivir y nuestro actuar. Cualquier situación vital va unida en todo momento a un estado sentimental, que es como el resultado global de nuestra percepción de cómo estamos. El estado sentimental es como un breve resumen de una situación compleja que producen muchos factores; como un balance que hacemos de modo continuo, pues en cada momento se aportan datos nuevos, partidas nuevas para esa contabilidad afectiva que continuamente estamos consultando. —Lo curioso es que esa contabilidad en muchas personas pasa de estar boyante a estar en la ruina, o viceversa, en muy poco tiempo. ¿No es sorprendente?Sí lo es. Todos tenemos experiencia de cómo nuestros sentimientos pueden cambiar con gran rapidez. En unos minutos podemos pasar de la incertidumbre a la calma, o de la calma a la sorpresa, de la sorpresa a la furia, de la furia al arrepentimiento, o del arrepentimiento al afán de hacernos perdonar. —Esa variabilidad depende mucho de las personas, me parece.Hay personas que son por naturaleza más lábiles o sensibles, y sus estados sentimentales se alteran con un pequeño soplo. Otras, en cambio, no se conmueven ni con un vendaval.Además, en el mundo afectivo, como en el de la salud, un pequeño dolor, aunque sea muy localizado, puede influir mucho en el conjunto del estado sentimental. Igual que, por ejemplo, un dolor de muelas no afecta sólo a las muelas, sino que hace a toda la persona encontrarse molesta y dolorida, hay factores emocionales que parecen pequeños, y quizá lo son, pero notamos que nos afectan mucho. Por eso, educar esas reacciones afectivas es importante para poder llevar realmente las riendas de nuestra vida:Podemos educar libre e inteligentemente nuestros sentimientos.Desconfianzas y elogios hacia los sentimientosPor todas partes encontramos juicios contradictorios sobre la afectividad. Desconfiamos y al tiempo elogiamos el sentimiento. Vemos que si las emociones se apoderan de nuestra persona, nos traicionan; pero que tampoco es solución ser personas sin sentimientos. Desde los primeros tiempos de la historia del pensamiento, los platónicos, los estoicos, los cínicos, los epicúreos y otras muchas de aquellas primeras escuelas filosóficas anduvieron preocupados con las pasiones, los deseos y los sentimientos, sin saber bien qué hacer con todos ellos: si erradicarlos, educarlos, olvidarlos, atemperarlos o arrojarse en sus brazos.Nuestras experiencias afectivas son con frecuencia complejas, o confusas, y eso nos hace sentirnos inquietos y desorientados, sobre todo mientras no sabemos darles una explicación. —Pero las cosas no se arreglan simplemente con darles una explicación. No se arreglan automáticamente, pero con una buena explicación de lo que nos pasa podemos avanzar mucho. Profundizar en nuestros sentimientos, ser capaces de distinguir unos de otros, y poder así darles sus verdaderos nombres, hace que podamos relacionar nuestra experiencia con todo un gran saber que ya hay acumulado en torno a esas realidades. Es algo parecido a lo que sucede en la medicina: si analizando determinados síntomas somos capaces de identificar una enfermedad, a partir de ahí las cosas se hacen mucho más fáciles. No porque la enfermedad deje de existir con sólo ser diagnosticada, sino porque el diagnóstico permite anticipar unas cosas y dar por supuestas otras, y eso normalmente supone avanzar mucho. Volviendo un poco a la historia, vemos que, durante milenios, la humanidad ha desconfiado de los deseos y los sentimientos. En el Tao-Te-Ching de Lao-tsê puede leerse: «No hay mayor culpa que ser indulgente con los deseos.» Para la ética griega, por ejemplo, la proliferación de los deseos era radicalmente mala. El aprecio de aquellos hombres por la libertad les hacía desconfiar de todo tipo de esclavitud, también de la afectiva, y por eso muchos de ellos ensalzaron tanto la ataraxia (imperturbabilidad), y algunos incluso la apatheia (apatía, falta de sentimiento): como los deseos pueden producir decepción, llegaron a pensar que lo mejor era prescindir de ellos. En nuestro tiempo, en cambio, la forma de vida occidental lleva a una fuerte incitación del deseo. Es una tendencia en buena parte impulsada por la presión comercial para incentivar el consumo, y quizá también por la velocidad de las innovaciones tecnológicas y por el propio desarrollo económico. —O sea, que no tenemos término medio: de la antigua abominación del deseo hemos pasado a una exaltación que puede llevarnos a la ansiedad. En cierto modo, sí. Y lo malo es que en algunas personas, esa búsqueda de la satisfacción del deseo es tan impaciente que olvidan un poco que –como hemos visto– la capacidad de aplazar la gratificación es decisiva para el comportamiento libre y el desarrollo afectivo inteligente.Quizá por eso Aristóteles insistía en que la paideia, es decir, la educación, era sobre todo educación en el deseo. Y Chesterton, con su lucidez habitual, decía que el interior del hombre está tan lleno de voces como una selva: recuerdos, sentimientos, pasiones, ideales, caprichos, locuras, manías, temores misteriosos y oscuras esperanzas; y que la correcta educación, el correcto gobierno de la propia vida consiste en llegar a la conclusión de que algunas de esas voces tienen autoridad, y otras no. De nuevo estamos ante un problema de discernimiento y equilibrio.Confiar en la fuerza de la educaciónCuando un sentimiento monopoliza la vida afectiva de una persona en un determinado momento y le impulsa con gran fuerza a actuar de una determinada manera, ese sentimiento se convierte en una pasión. Por eso, cuando los sentimientos amorosos son muy intensos y dominan a una persona, se habla más bien de pasiones amorosas. Lo mismo ocurre con la envidia, el odio, la desesperanza o la agresividad: pueden ser un sentimiento o una pasión, según la intensidad y el efecto que produzcan en la persona. Por su parte, los deseos están antes y después de los sentimientos. Los deseos engendran sentimientos, pero también pueden ser engendrados por ellos. Por ejemplo, un deseo frustrado puede provocar un sentimiento de furia, y ese sentimiento engendrar después a su vez un deseo de venganza. Por otra parte, los deseos reciben energía de los sentimientos que les acompañan. A su vez, no es lo mismo tener deseos que proyectos, puesto que puedo sentir deseos de cosas que nunca proyectaré realizar. Todo proyecto suele ser consecuencia de un deseo, pero no todos los deseos llegan a concretarse en proyectos. A veces incluso es difícil saber qué deseos hay detrás de un determinado proyecto personal, igual que a veces es difícil saber por qué nos gusta lo que nos gusta, o por qué nos disgusta lo que nos disgusta. Entre el sentimiento y la conducta hay un paso importante. Por ejemplo, puedo sentir miedo y actuar valientemente. O sentir odio y perdonar. O estar agitado interiormente y actuar con calma. En ese espacioentre sentimientos y acciónestá la libertad personal.—Pero esa decisión se produce en parte en ese momento concreto y en parte antes, pues depende de cómo somos, de nuestro carácter. Se decide en parte entonces y en parte a lo largo de todo ese proceso previo de educación y autoeducación. A lo largo de la vida se va creando un estilo de sentir, y también un estilo de actuar. Por ejemplo, una persona miedosa siente miedo porque se ha acostumbrado a reaccionar cediendo al miedo que espontáneamente le producen determinados estímulos, y esto ha creado en él un hábito más o menos permanente. Ese hábito le lleva a tener un estilo miedoso de responder afectivamente a esas situaciones, hasta acabar constituyéndose en un rasgo de su carácter. De la misma manera, la compasión, la dureza de corazón, la seguridad o la inseguridad, el tono vital optimista o pesimista, la curiosidad inquieta o la indolencia, la agresividad o la tolerancia, son también estilos sentimentales que se van configurando.Los estilos de sentir y de actuar están íntimamente relacionados, pues siempre hay sentimientos y deseos que preceden, acompañan y prosiguen a cada acción. Hay personas incapaces de dominar un deseo, y otras, por el contrario, incapaces de desear nada. Es preciso encontrar un equilibrio, porque ambos extremos generan estados sentimentales y comportamientos muy problemáticos. —¿Y cómo piensas que puede lograrse ese equilibrio? Trabajando a partir de lo que somos ahora mismo. No podemos cambiar nuestra herencia genética, ni nuestra educación hasta el día de hoy. Pero sí podemos pensaren el presente y en el futuro, con una confianza profundaen la gran capacidad de transformación del hombre a través de la educación.La atrofia afectivaComo ha señalado Dietrich von Hildebrand, existen diversos tipos de personas en los que la afectividad está mermada o frustrada. Unos son aquellos que parecen incapaces de desprenderse de su actitud intelectualista de todo lo que ven. Su espíritu observador les domina hasta tal punto, que todo se convierte inmediatamente para ellos en simple objeto de interés para su conocimiento, habitualmente como mero espectador. No suelen sentirse implicados. Por ejemplo, ante un hombre que sufre, en vez de sentir compasión o intentar ayudarle, se fijan en su expresión o su comportamiento, con una simple curiosidad, poco o nada comprometida. Les domina la actitud de observación, como si cada suceso que contemplan fuera sólo una nueva e interesante ocasión de aprender más. Como es obvio, en la medida en que esta actitud cuaja en la vida de una persona, su corazón queda cada vez más reducido al silencio, más incapacitado para comprender que muchas de esas situaciones debían generar en él una respuesta afectiva (y a veces también una intervención activa). En su afán patológicamente intelectualista, no advierte que, además, al prescindir del corazón, acaba también obteniendo un conocimiento pobre y sesgado de la realidad. Otro tipo de afectividad mutilada es la del hombre excesivamente pragmático que, en su actitud utilitarista, considera que toda experiencia afectiva suele ser superflua y constituye una pérdida de tiempo. Sólo lo útil le atrae. Sólo conoce la afectividad enérgica, como la ambición o la ira, pero desdeña todo lo que requiere un poco de sensibilidad, y le parece sentimentalismo cualquier manifestación de emotividad. Un tercer estilo de atrofia afectiva sería el basado en una actitud voluntarista. Este empequeñecimiento de la esfera afectiva puede deberse a un modo un poco kantiano de entender la moralidad, que mira con recelo cualquier respuesta afectiva; o a un planteamiento semejante al ideal estoico de la lucha por la aphateia (indiferencia), que reclama también un silenciamiento de la afectividad; o al propio del hombre que, por temor a los desórdenes de los sentimientos, cierra su corazón en vez de procurar educarlo.—¿Y a qué puede deberse ese temor a la afectividad?A experiencias negativas del pasado, a un ideal ético mal enfocado, a un exceso de prevención ante las razones del corazón, etc. De modo general, cabría decir que la solución no es sellar el corazón, ni ignorarlo, porque sin el corazón no se puede vivir: la solución es conocerlo y educarlo.Además de esos tres estilos de atrofia afectiva (que podríamos llamar hipertrofia intelectual, pragmatismo utilitarista y actitud voluntarista), hay algunos otros estilos en los que esa carencia afectiva es especialmente severa. Por ejemplo, el estilo propio del hombre pasivo, que no consigue apasionarse con nada. O del hombre despiadado o duro de corazón, egoísta, casi incapaz de sentir verdadera compasión porque vive dominado por el orgullo y sus apetencias personales: a ese tipo de personas les cuesta mucho amar realmente, y aunque a veces se muestren apasionadas en ese sentido, suelen serlo de modo sólo aparente, y puede decirse que el verdadero amor es un mundo bastante desconocido para ellas, puesto que el amor requiere la donación del propio corazón, y el suyo no pueden ponerlo en nadie porque está poseído por unas fuerzas oscuras que lo tiranizan. —¿Y a qué puede deberse esa falta de corazón?A una educación tiznada de egoísmo o de indiferencia, o de falta de reflexión. O a una forma de pensar rígida y simple. También puede deberse a una mentalidad de carácter más o menos fanático, que les lleva a encaminarse hacia determinados objetivos sin reparar en la legitimidad de los medios que emplean.—¿Y qué tiene que ver el fanatismo con la educación del corazón?El fanático considera la voz del corazón como una tentación a la que siempre debe resistir. Es parecido a los que sucede a las personas resentidas o amargadas, cuyo corazón ha sido acallado y cerrado por unas heridas que el rencor no deja curar. —Pero tener mucho corazón a veces también traiciona...Está claro que el hecho de tener mucho corazón no garantiza un nivel moral elevado, puesto que hay numerosos vicios y defectos que pueden coexistir con un gran corazón (hay gente de gran corazón que son alcohólicos, irascibles, mentirosos o poco honrados, por ejemplo). Pero de modo general puede decirseque la riqueza y la plenitudde una personadependen en gran medidade su capacidad afectiva.Lo más propiamente humano es ser persona de corazón, pero sin dejar que éste nos tiranice: es decir, sin considerarlo la guía suprema de nuestra vida, sino haciendo que sea la inteligencia quien se encargue de educarlo. Educarlo para que nos lleve a apasionarnos con cosas grandes, con ideales por los que merezca la pena luchar. Es verdad que las pasiones hacen llorar y sufrir, pero no por eso han de ser algo negativo, porque ¿acaso se puede dar una buena clase, o sacar adelante un proyecto importante, o amar de verdad a otra persona, desde la indiferencia? Sin apasionamiento, ¿habrían existido los grandes hombres que han llenado de luz y de fuerza nuestra historia, nuestra literatura, nuestra cultura? Educar bien nuestras pasiones nos hace más humanos, más libres, más valiosos.La sensación de desganaAbandonarse a los deseos y apetencias suele conducir al hombre a la desgana generalizada y acabar creando un grave problema para la vida sentimental. —Supongo que también puede ser al revés, y que la desgana generalizada esté provocada por una crisis afectiva. Por supuesto, ya que todos esos elementos influyen mucho unos sobre otros. Una tendencia al pesimismo, por ejemplo, o una sucesión de diversas frustraciones, puede producir una fuerte sensación de desgana. Y también al revés: una situación de desgana que no se aborda debidamente puede conducir a un sentimiento de frustración, pesimismo o abatimiento. En torno a la sensación de desgana generalizada suele haber bastantes actitudes y comportamientos equivocados: excesiva autoindulgencia, escasa resistencia a la decepción, baja consideración de uno mismo, u otras razones que llevan a abordar mal los problemas afectivos y provocar un estilo de reacción sentimental autolesiva.Una persona que sea, por ejemplo, demasiado condescendiente consigo misma acabará siendo dominada por su pereza, por su mal carácter, por su estómago, o por lo que sea, pero nunca conseguirá tomar verdaderamente las riendas de su vida. Un estilo de vida excesivamentepermisivo e indulgente con uno mismoes quizá una de las mayores hipotecas vitalesque se pueden padecer.Cuando se actúa así, pronto se advierte que la supuesta satisfacción que iban a producir todas esas blanduras y contemplaciones con uno mismo, son satisfacciones efímeras y vaporosas, y que –paradójicamente– llevan a una vida de mayor sufrimiento. Cada vez que esa persona, en contra de lo que sabe que debe hacer, cede un poco más a las pretensiones que su pereza, su estómago o su mal carácter le presenten, se siente un poco más débil, un poco menos dueña de sí, un poco más a disgusto consigo misma y un poco más tentada a volcar después ese disgusto con los demás a la primera oportunidad.Y como esa debilidad, si no se pone remedio, es una debilidad que se alimenta a sí misma y tiende a crecer cada día más, las perspectivas de futuro para quienes así viven son realmente desoladoras. Todo su horizonte vital será como una continua decepción, que se incrementa cada vez que comprueban que van quedando a merced de su propia debilidad. Así se lo decía a su hija la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro: «Cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.»
Modelar nuestro estilo sentimental
>> Nuestra vida afectiva es el resultadode una larga historia de creación sentimental.José Antonio Marina
Sólo un poquito másMuchas personas, por ejemplo, sucumben con facilidad al deseo de descansar sólo un poquito más. Les cuesta una enormidad levantarse de la cama o de su sillón, dejar de ver la televisión para ponerse a estudiar, comenzar una conversación o terminarla, o lo que sea: todo les resulta costoso, sufren una barbaridad ante cualquier detalle que exija un vencimiento, aunque sea pequeño. Se podrían poner otros muchos ejemplos, como el del tímido que va dejando pasar ocasiones de hablar, pese a darse cuenta de que debería hacerlo; o el que mantiene actitudes individualistas o insolidarias pese a advertir que sus pequeñas ventajas egoístas le amargan y le aíslan de los demás; etc.Es preciso hablarse a uno mismo con sinceridad. Si es frecuente que ante esos pequeños vencimientos personales se desate en nuestro interior una larga y tormentosa batalla, quizá la autocompasión ocupa demasiado espacio en nuestra vida, y somos poco dueños de nosotros mismos. —No lo dudo, pero cambiar eso se suele ver como algo bastante ingrato e inasequible. Depende de cómo se enfoque. Si se consideran las cosas con perspectiva, superar esa debilidad no será algo ingrato, sino una gozosa liberación. Es deshacerse de un yugo que nos esclaviza, acceder a una existencia mucho más apacible, serena y satisfactoria. Será, en definitiva, como un gran descubrimiento en el que se comprueba, con asombro, que las viejas satisfacciones de la pereza no son más que seducciones que casi nada satisfacen. Y que, por el contrario,la verdadera satisfacciónes inseparable deser personas diligentes.Ante cualquier punto de mejora personal, es preciso adoptar una actitud positiva. Si una persona logra formarse una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener bien presentes esas ideas, es mucho más fácil que llegue a poseer esas virtudes. Logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero, pero que siempre existe, y cuya fuerza no debe menospreciarse), lo más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores le haga más difícil despegarse de ellos. Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto llegar no es lo bastante sugestiva o deseable.Quizá podemos, por ejemplo, contemplar la vida de quien ha logrado el temple necesario para levantarse de la cama sin dramas cada mañana; y, por contraste, la vida de aquel otro a quien espera una terrible lucha contra las sábanas cada mañana, día tras día, semana tras semana, año tras año, hasta el final de su vida: realmente, el sumatorio de sufrimientos matutinos que le esperan es un panorama de futuro nada envidiable. La espiral de la autocompasiónconduce a un auténtico agujero negro de amargas seducciones.Modelar nuestro estilo sentimentalEl ser humano ha buscado siempre actuar sobre su estado de ánimo. Desde niños hemos observado que unos sentimientos nos sumergen en la desdicha y nos gustaría librarnos de ellos, y para eso hemos ido ensayando unas técnicas sencillas, válidas para los casos más simples. Si estoy irritado por culpa del cansancio, me basta con descansar para ver las cosas ya de otro modo. Si estoy aburrido, busco compañía y entretenimiento. Si siento miedo, pruebo a considerar la poca gravedad de su causa, o a reírme de ella, o a distraerme con otra cosa para ver si el miedo se desvanece. Pero sabemos que estas estrategias tienen serias limitaciones ante estados sentimentales más complejos, sobre todo cuando se trata de sentimientos ya bastante incorporados a nuestras vidas y que forman parte de nuestro estilo sentimental. Unas veces, la solución será actuar sobre las causas de aquello que nos está afectando negativamente. Otras, esto no será posible, y tendremos que esforzarnos por cambiar nuestra respuesta sentimental ante cosas inevitables que nos suceden. Como señalaba aquella vieja sentencia, hemos de tener valentía para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro. —Lo malo es que a veces hay cosas que podrían cambiarse, pero no queremos enfrentarnos a ellas de verdad.Son fenómenos de escapismo en los que, de forma más o menos consciente, eludimos o ignoramos la realidad y buscamos refugio en otras cosas. En sus grados más elevados, es lo que sucede con el recurso al alcohol, el juego, los estimulantes o la droga. Son fugas que pretenden mejorar el resultado del balance sentimental, pero sin cambiar las partidas (en esto, actúan igual que hacen los malos contables). En vez de asumir lo que les sucede, intentan escapar, y por mal camino.No son las cosas que nos pasanlo que nos hace felices o desdichados, sino el modo en que las asumimos.Las estructuras sentimentales forman parte del carácter. A una persona cobarde o pesimista suelen faltarle fuerzas para enfrentarse a las diferentes situaciones que le depara la vida. En cambio, una persona decidida y optimista superará con buen ánimo las dificultades que se le presenten. Y una persona agresiva puede arruinar su familia o el ambiente de su lugar de trabajo con sus intemperancias. —Pero todo el mundo prefiere tener un carácter optimista y alegre, por ejemplo; lo que pasa es que no es fácil lograrlo.Efectivamente, todo el mundo prefiere la alegría a la tristeza, la serenidad a la angustia, el ánimo a la depresión, el amor al odio, y la generosidad a la envidia. Lo malo es que, como dices, al llegar a la edad adulta nos encontramos con que no somos como nos gustaría ser, y vemos que tenemos un estilo sentimental ya muy hecho, que es como un núcleo duro dentro de nosotros, muy resistente al cambio. Por eso, acometer cuanto antes la educación del carácter –y con ella, la educación de los sentimientos–, es tan decisivo para lograr una vida feliz. —Eso está claro, pero ¿cómo se pueden corregir esas diferencias en el tono afectivo personal? Las personas tendemos a buscar refugio en lo que nos resulta menos costoso (eso no siempre es malo, pero bastantes veces sí). Por eso debemos procurar no encerrarnos en esas zonas de comodidad que todos tenemos: soledad, retraimiento, inhibición, falta de autoridad, resistencia a expresar lo que pensamos o sentimos, etc. Hemos de poner esfuerzo para salir de esos cálidos refugios y así modelar poco a poco nuestro estilo sentimental. Naturalmente, ese esfuerzo ha de mantenerse durante largos periodos de tiempo, hasta que se asuman como rasgos ordinarios de nuestro carácter. —¿Y piensas que puede llegarse a un estado sentimental en el que apenas haya sentimientos desagradables?Es una pregunta interesante. Los sentimientos suelen revelar significados reales, y por eso resulta muy peligroso pretender aniquilarlos sistemáticamente. Por ejemplo, si jamás tuviéramos sentimientos de culpa o de vergüenza, seríamos unos sinvergüenzas, o al menos unos frescos, puesto que todos hacemos cosas mal (al menos de vez en cuando). Si jamás tuviéramos sentimientos de miedo, seríamos unos temerarios peligrosísimos. Y si jamás sintiéramos ira, es posible que fuéramos unos pasotas impresentables. O sea, hay muchos sentimientos desagradables que son positivos y necesarios. Para modelar el propio estilo sentimental que compone nuestro carácter, lo que necesitamos es saber qué conviene cambiar, y cómo. Pero no pensemos que es cuestiónsimplemente de eliminarlos sentimientos desagradables.Porque eso también conduciría a la ruina personal. Educar los sentimientos es algo más complejo que eso. Sentimientos que refuerzan la libertadDesde muy antiguo se pensó que eran malos aquellos sentimientos que disminuyeran o anularan la libertad. Ésta fue la gran preocupación de la época griega, del pensamiento oriental y de muchas de las grandes religiones antiguas. En todas las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad nos encontramos con una advertencia sobre la importancia de educar la libertad del hombre ante sus deseos y sentimientos. Parece como si todas ellas hubieran experimentado, ya desde muy antiguo, que en el interior del hombre hay fuerzas centrífugas y solicitaciones contrapuestas que a veces pugnan violentamente entre sí.Todas esas tradiciones hablan de la agitación de las pasiones; todas desean la paz de una conducta prudente, guiada por una razón que se impone sobre los deseos; todas apuntan hacia una libertad interior en el hombre, una libertad que no es un punto de partida sino una conquista que cada hombre ha de realizar. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiéndose la regla de la razón, y ése es el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.Aristóteles comparaba al hombre arrastrado por la pasión con el que está dormido, loco o embriagado: son estados que indican debilidad, no saber controlar unas fuerzas que se apoderan del individuo y que son extrañas a él. Hay sentimientos quedisminuyen nuestra libertady sentimientos que la refuerzan.Porque, aunque es cierto que el hombre arrastrado por la pasión puede realizar acciones excelsas, también sabemos que puede cometer toda clase de barbaridades.Como ha señalado José Antonio Marina, hay valores que sentimos espontáneamente, pero hay otros que, para reconocerlos, necesitamos pensarlos. Por ejemplo, el sediento percibe de modo inmediato lo atractivo, lo deseable y lo valioso del agua: es un valor sentido; sin embargo, el enfermo renal, que también necesita ingerir grandes cantidades de agua, ha de esforzarse por beber, y actúa pensando en un valor cuya valía quizá no siente: se trata de un valor pensado. Y esto se repite de continuo en la vida diaria. Muchas veces, las cosas que antes habíamos percibido como valiosas se nos presentan después como una realidad fría y poco atractiva, despojada de esa viva implicación que otorgaba el sentimiento. Pero el valor permanece idéntico, aunque se haya oscurecido el sentir. Sucede entonces que nuestro deseo de buscar el bien pone límites a los demás deseos. Y así entran en escena toda una serie de normas éticas que deben regular nuestros deseos. —O sea, es como una especie de limitación autoimpuesta, una restricción de unos deseos por otros de orden superior. Sí, aunque los valores éticos no han de entenderse habitualmente como limitación; las más de las veces serán precisamente lo contrario: un vigoroso estímulo que generará o impulsará otros sentimientos (de generosidad, de valentía, de honradez, de perdón, etc.), que en ese momento serán necesarios o convenientes. La ética no observa con recelo a los sentimientos.Se trata de construir sobre el fundamento firme de las exigencias de la dignidad del hombre, del respeto a sus derechos, de la sintonía con lo que exige su naturaleza y le es propio. Y el mejor estilo afectivo, el mejor carácter, será aquél que nos sitúe en una órbita más próxima a esa singular dignidad que al ser humano corresponde. En la medida que lo logremos, se nos hará más accesible la felicidad. Ser buena persona«Ese chico –me decía un profesor refiriéndose a un alumno de once años, de apariencia simpática y despierta– es realmente un chico muy listo. »Lo malo es que no tiene buen corazón. Le gusta distraer a los demás, meterles en líos y después zafarse y quitarse él de en medio. Suele ir a lo suyo, aunque, como es listo, lo sabe disimular. Pero si te fijas bien, te das cuenta de que es egoísta hasta extremos sorprendentes. »Saca unas notas muy buenas, y hace unas redacciones impresionantes, y tiene grandes dotes para casi todo. Lo malo es que parece disfrutar humillando a los que son más débiles o menos inteligentes, y se muestra insensible ante su sufrimiento. Y no pienses que le tengo manía.»Es el más brillante de la clase, pero no es una buena persona. Me impresiona su cabeza, pero me aterra su corazón.»Cuando observamos casos como el de ese chico, comprendemos enseguida que la educación debe prestar una atención muy particular a la educación moral, y no puede quedarse sólo en cuestiones como el desarrollo intelectual, la fuerza de voluntad o la estabilidad emocional (ninguna de ellas faltaba a aquel chico).Una buena educación sentimentalha de ayudar, entre otras cosas,a aprender, en lo posible,a disfrutar haciendo el bieny sentir disgusto haciendo el mal.En nuestro interior hay sentimientos que nos empujan a obrar bien, y, junto a ellos, pululan también otros que son como insectos infecciosos que amenazan nuestra vida moral. Por eso debemos procurar modelar nuestros sentimientos para que nos ayuden lo más posible a sentirnos bien con aquello que nos ayuda a construir una vida personal armónica, plena, lograda; y a sentirnos mal en caso contrario. Porque, como ha señalado Ricardo Yepes, podría decirse que La ética es la ciencia que nos enseña—entre otras cosas–a sentir óptimamente.Y, vista así, se convierte en algo quizá mucho más interesante de lo que pensábamos. —Pero a veces hacer el bien no será nada atractivo...Es cierto, y por eso digo que hay que procurar educar los sentimientos para que ayuden lo más posible a la vida moral, pero los sentimientos no siempre son guía moral segura. Si una persona, por ejemplo, siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincero, eso sin duda le ayudará. Igual que si se siente molesto cuando es desleal, o egoísta, o perezoso, o injusto, porque eso le alejará de esos errores, y a veces con bastante más fuerza que otros argumentos. Es importante educarsabiendo mostrar con viveza el atractivo de la virtud.En cambio, si una persona no lucha contra sus defectos, y se entrega sin ofrecer resistencia a cualquier requerimiento del deseo, llegará un momento en que se oscurecerán en él hasta los valores y creencias más claras, y entonces quizá apenas sienta disgusto al obrar aun las mayores barbaridades. Los sentimientos no son guía segura en la vida moral, pero hay que procurarque vayan a favor de la vida moral.—¿Entonces, con una óptima educación de los sentimientos, apenas costaría esfuerzo llevar una vida ejemplar?Está claro que de modo habitual costará menos. De todas formas, por muy buena que sea la educación de una persona, hacer el bien le supondrá con frecuencia un vencimiento, y a veces grande. Pero esa persona sabe bien que siempre sale ganando con el buen obrar. En cambio, elegir el mal supone siempre autoengañarse. Citando de nuevo a la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro, «no se pueden ocultar las falsedades, las mentiras; o, mejor dicho, se pueden ocultar durante algún tiempo, pero después, cuando menos te lo esperas, vuelven a aflorar, y ya no son tan dóciles como en el primer momento, cuando eran aparentemente inofensivas; y entonces ves que se han convertido en monstruos horribles, con una avidez tremenda, y ya no es tan fácil deshacerse de ellos.» Los errores en la educación sentimental suelen producir errores en la vida moral, y viceversa. Y eso sucede aunque los errores sean sinceros.Los errores sinceros,no por ser sincerosdejan de ser errores,ni de dañar a quien incurre en ellos.El sentimiento inteligenteDe la misma manera que la inteligencia humana logra sacar del petróleo energía para que los aviones vuelen, o consigue producir luz eléctrica a partir del agua embalsada, también la inteligencia puede y debe actuar para obtener lo mejor de nuestra vida sentimental. Pensemos, por ejemplo, en un sentimiento de miedo que nos está empujando a actuar cobardemente y traicionar nuestros principios. Ante ese estímulo, quizá deseamos claudicar, pero, al tiempo, queremos sobreponernos y superar el miedo. Ese doble nivel supone una doble incitación, una doble llamada, un doble obstáculo: de nuevo vemos que unos valores sentidos nos llaman desde nuestro corazón, y unos valores pensados desde nuestra cabeza. Ante ese dilema, decidimos. Y, al hacerlo, entregamos el control de nuestro comportamiento a una u otra instancia: a la cabeza o al corazón. Lo propiamente humano es actuar de acuerdo con los dictados de sus valores pensados, aunque en algunos casos esos valores estén inevitablemente enfrentados al sentimiento. —Hablas de dar prioridad a la cabeza sobre el corazón: ¿eso no conduce a estilos de vida fríos y cerebrales, ajenos a los sentimientos? No se trata de partir al hombre en dos mitades: la cabeza y el corazón. Es preciso integrar cabeza y corazón, y el hecho de que la inteligencia tutele la vida sentimental no quiere decir que deba aniquilarla. Al contrario, la inteligencia –si es verdaderamente inteligente, y perdón por la redundancia– debe preocuparse de educar los sentimientos; no dedicarse a apagarlos sistemáticamente, sino a estimular unos y contener otros, según sean buenos o malos, adecuados o inadecuados.Por ejemplo, la indignación puede ser adecuada o inadecuada. Ante una situación de injusticia grave que presenciamos, lo adecuado es sentir indignación, y si no es así, será quizá porque no percibimos esa injusticia (y esa ignorancia puede ser culpable), o porque percibimos la injusticia pero nos deja indiferentes (quizá por una mala insensibilidad, o por falta de compasión y de sentido de la justicia), o porque incluso nos alegra (en cuyo caso hay odio o envidia). Sentir indignación ante la injusticia es algo positivo. Lo que probablemente ya no lo será es que esa indignación nos lleve a la furia, la rabia o la pérdida del propio control. —Entonces, ¿cuál es la misión de la inteligencia en la educación de los sentimientos?Debemos utilizar los afectos –vuelvo a glosar a José Antonio Marina– como utilizamos, por ejemplo, las fuerzas de la naturaleza. No podemos alterar las mareas, ni el viento, ni el encrespamiento del oleaje, pero podemos utilizar su fuerza para navegar. El viento, la marea, el oleaje, las tormentas, etc., son como las fuerzas de los sentimientos espontáneos: surgen sin que podamos hacer nada por evitarlos, al menos en ese momento. Gracias a la inteligencia, podemos hacer que nuestra vida tome un determinado rumbo afectivo, con objeto de llegar al puerto de destino que buscamos. Para lograrlo, es preciso contar con esas fuerzas irremediables de nuestra afectividad primaria, pero sabiendo emplearlas de modo inteligente. El manejo del timón y nuestra habilidad con el juego de las velas es como la guía que la inteligencia ejerce sobre los sentimientos a través de la voluntad. Una inteligente educación de los sentimientos y de la voluntad hará que sepamos adónde queremos ir, escojamos la mejor ruta, preveamos en lo posible las inclemencias del tiempo, y manejemos con pericia nuestros propios recursos para hacer frente a los vientos contrarios y aprovechar lo mejor posible los favorables.
El temperamento no es un destino inexorable
>> No hay más inviernoque la soledad.Pedro Salinas
Aprendizaje emocionalCualquier persona –sobre todo si es padre de familia numerosa o profesional de educación infantil– puede ver cómo unos niños nacen siendo plácidos y tranquilos mientras que otros son desde el principio irritables y difíciles, o cómo unos son más activos y otros más pasivos, o unos más optimistas y otros menos. Cada persona nace con todo un bagaje sentimental, cuyo influjo estará siempre de alguna manera presente a lo largo de toda su vida. La pregunta es si puede transformarse ese equipaje sentimental con el que las personas venimos al mundo. ¿Se pueden transformar las reacciones habituales de aquellas personas que desde niños han sido, pongamos por caso, sumamente inestables, o desesperadamente tímidas, o terriblemente pesimistas? Jerome Kagan, un investigador de la Universidad de Harvard que hizo unos extensos estudios sobre la timidez infantil, observó que hay un considerable porcentaje de niños que desde el primer año de vida se muestran reacios a todo lo que no les resulta familiar (tanto probar una nueva comida como aproximarse a personas o lugares desconocidos), y se sienten paralizados en las más variadas situaciones de la vida social (ya sea en clase, en el patio de recreo o siempre que se sienten observados). Kagan comprobó que cuando esos niños llegan a ser adultos, suelen ser personas que tienden a permanecer aisladas, sienten un fuerte temor si tienen que dirigir unas palabras ante un grupo de personas y, en general, se sienten incómodas cuando están expuestas a la mirada ajena. Por otra parte, hay también un importante porcentaje de niños que desde muy pronto manifiestan una marcada tendencia a la tristeza y el mal humor: son proclives a la negatividad, se desconciertan con facilidad ante los contratiempos, parecen incapaces de dominar siquiera un poco sus preocupaciones y sus estados de ánimo, etc. Hay, por el contrario, otros muchos niños cuyos sentimientos parecen gravitar de forma natural en torno a lo positivo, y son naturalmente optimistas y despreocupados, sociables, alegres y con una gran confianza en sí mismos. Y esos estilos sentimentales de la infancia suelen perdurar después –estadísticamente hablando– en la vida adulta.Las investigaciones de Jerome Kagan concluyeron con apreciaciones bastante alentadoras respecto a la capacidad transformadora de una adecuada educación. Los ejemplos anteriores ilustran cómo el temperamento innato nos predispone para reaccionar ante las situaciones ordinarias de la vida con un registro emocional positivo o negativo. Pero esto no significa que ese sustrato innato sea como un destino inexorable o una condena. Se puede cambiar, y mucho. Pero, eso sí, conviene empezar lo antes posible. Las lecciones emocionalesque recibimos en la infanciatienen un impacto muy profundo,ya sea amplificando o enmudeciendouna determinada predisposición genética.El riesgo de la hiperprotecciónAlgunos padres piensan que deben proteger a su hijo tímido de toda posible inquietud, pues les rompe el corazón verle sufrir. Sin embargo, esa sobreprotección parece alentar a la larga los temores del niño, pues le impide desarrollar su valor. Jerome Kagan, que también estudió extensamente esta cuestión, comprobó que los padres que actúan así suelen ser luego excesivamente indulgentes o ambiguos a la hora de exigir a sus hijos, y les privan de la oportunidad de aprender a hacer frente a lo desconocido o lo difícil. En cambio, los padres que procuran mostrarse cariñosos y atentos, pero sin caer en el error de evitarles cualquier pequeño contratiempo, logran que el niño aprenda a dominar mejor por sí mismo ese momento de desasosiego. Suelen ser padres que marcan un sentido claro de la autoridad y la disciplina necesarias para una correcta educación y, en particular, para superar la temerosidad o la falta de recursos infantil. Ante el niño tímido,los padres deben ejerceruna leve presiónpara que sea más sociable.Han de procurar que hable más, que salga más de casa, que abra más su círculo de amistades y trate más a los que ya son sus amigos, que comparta sus cosas, etc. De lo contrario, con los años puede cronificarse el problema y acabar siendo una persona temerosa, solitaria, arisca, desconfiada, etc. —¿Y cuál es el origen de la timidez?La timidez es un entramado complejo de sentimientos. Suele provenir del temor al juicio de quien nos observa, que nos hace sentir vergüenza. Se podría decir que es un estado de ánimo causado por la impresión de no estar actuando con la debida dignidad. La mirada ajena, convertida en una amenaza, aparece como desencadenante de una sensación de miedo a ser mal visto o mal considerado. Y a veces se tiene tanto miedo a la mirada o a la presencia ajena que se evita exponerse a ella. Muchos niños son temperamentalmente vergonzosos, y de modo innato tienden a la timidez, pero aprenden pronto a superarla. En un determinado momento, al romper el hielo que supone, por ejemplo, hablar en público ante varios compañeros, se dan cuenta de que pueden hacerlo bien, o que al menos se desenvuelven con suficiente soltura. Esas experiencias, aunque sean muy fugaces y puntuales, resultan muy alentadoras para el chico –o para el más mayor–, pues le hacen ver que tiene capacidad para superar su vergüenza natural y llegar a ser una persona segura. Una recomendación práctica para los padres es tender a que la escuela sea para el niño como una primera batalla que él ha de afrontar por su cuenta, sin sus padres. Ante las pequeñas dificultades que surgen en el trato ordinario con sus compañeros y profesores, no conviene intervenir cuando el chico puede resolver por sí mismo el problema. Como es natural, no se trata de que los padres se desentiendan, pues deben estar pendientes de su marcha escolar, y en contacto con sus profesores, pero es mejor que alienten a su hijo desde el principio a considerar que ése es su campo propio, donde le dan ayuda y orientación, pero donde debe aprender a manejarse por sí mismo. Motivación para cambiarEn sus primeros años, el niño se mueve en medio de una realidad que apenas conoce. Va poco a poco configurando un estilo afectivo, contando casi siempre con su ambiente familiar y escolar como principal punto de referencia. Con el transcurso de los años, se van produciendo cambios graduales, casi imperceptibles, y también a veces cambios más bruscos, causados normalmente por emociones intensas, aunque no siempre con una manifestación exterior notoria.La mayoría de los cambios se producendespués de advertir en nosotros—siempre con cierta dosis de sorpresa–algo que nos desagrada.Ese descubrimiento nos produce un impacto emocional, más o menos fuerte, que evaluamos, sobre el que reflexionamos, y que finalmente nos hace decidirnos a dar un cambio. Por eso, la mayor parte de las deficiencias afectivas proceden de la ignorancia sobre cómo es uno mismo y por qué: la mayoría de los cambios de una persona proceden de una mejora en la percepción sobre sí misma y sobre la realidad en general. Y para lograrlo, es preciso mantener siempre una considerable capacidad de sorpresa, una suficiente capacidad de autocrítica. Hay que cultivaruna elevada sensibilidad personalque nos permita captaraquello que en nuestra vida no debe pasarnos inadvertido.A su vez, esa percepción que cada uno tiene de sí mismo depende mucho de la que tengan los demás. De ahí la importancia de sentirse valorado y querido por quienes nos rodean, y por eso también gran parte de los trastornos afectivos tienen su origen en una deficiente comunicación con las personas más cercanas.Para evitar esos problemas, o para intentar subsanarlos, es preciso establecer buenas relaciones personales. Esto es aplicable a la familia, a las relaciones de amistad o vecindad, al ambiente de trabajo o a cualquier otro. Y en el caso de la enseñanza, o de la educación en general, muestra la importancia de lograr, en mayor o menor medida, la colaboración del interesado. —Pero el problema, en muchos casos, es que precisamente el interesado está falto de motivación para cambiar.Tienes razón, y quizá por eso la tarea de educar reviste a veces tanta dificultad, y supone un auténtico reto de ingenio y de paciencia, un verdadero arte. Para educar, y sobre todo en las edades más difíciles, los problemas de motivación son quizá los de mayor complejidad. Por eso las recetas de cambio fácil pueden llegar a resultar tan irritantes para quienes sufren esos problemas y están hartos de escuchar consejos que se empeñan en trivializar la realidad. Salir del círculo viciosode la desmotivaciónes uno de los retos más importantes y más difíciles para cualquier educador.De la reflexión a la acción«Aquel episodio –pensaba para sí la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro– vuelve a presentarse a menudo en mis pensamientos porque es el único en que tuve la posibilidad de hacer que las cosas cambiaran. »Ella –su hija– había roto a llorar, me había abrazado: en ese momento se había abierto una grieta en su coraza, una hendidura mínima por la que yo hubiera podido entrar. Una vez dentro habría podido actuar como esos clavos que se abren apenas entran en la pared: poco a poco se ensanchan, ganando algo más de espacio. Habría logrado adentrarme un poco en su intimidad y convertido quizá en un punto firme en su vida. »Para hacerlo, debería haber tenido mano firme. Cuando ella dijo "es mejor que te marches", debería haberme quedado. Debería haberme negado a irme sin más, debería haber vuelto a llamar a su puerta cada día; insistir hasta transformar esa hendidura en un paso abierto. Faltaba muy poco, lo sentía. »No lo hice, en cambio: por cobardía, pereza y falso sentido del pudor. A mí nunca me había gustado la invasividad, quería ser diferente, respetar estrictamente su libertad. Pero detrás de la máscara de la libertad se esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse. »Hay una frontera sutilísima entre una cosa y otra; atravesarla o no atravesarla es asunto de un instante, de una decisión cuya importancia a veces sólo percibes cuando el instante ya ha pasado. Sólo entonces te arrepientes, sólo entonces comprendes que aquel momento pedía a gritos la intromisión, y me decía a mí misma: estabas presente, tenías conciencia, y de esa conciencia tenía que nacer la obligación de actuar. »El amor no cuadra con los perezosos, y para existir en plenitud exige gestos fuertes y precisos. Yo había disfrazado mi cobardía y mi indolencia con los nobles ropajes de la libertad.» Esta reflexión de aquella mujer atormentada por sus recuerdos puede servirnos para recordar que el verdadero afecto necesita a veces de energía y de firmeza. Para educar—también para educarse a uno mismo–,es necesario un serio esfuerzo para pasar de la reflexión a la acción.Y en ocasiones, estar dispuestos a hacernos una cierta violencia para superar la dejadez, para pasar o hacer pasar un mal rato cuando sea necesario. La forma más segura de lograr un cambio real en la educación de los sentimientos es por medio de la acción. —¿Pero no decías antes que es cosa más bien de reflexión, de caer en la cuenta de que hay algo en nosotros que merece la pena cambiar? Eso es cierto.Pero si la reflexiónno acaba llevándonos a la acción,no cambiaremos.Quizá no podemos cambiar nuestro modo de sentir en determinado momento, pero sí podemos decidir qué haremos cuando sintamos eso, y hacer que nuestra conducta contribuya a la consolidación de determinado hábito sentimental. Por ejemplo, si ante un sentimiento concreto de miedo o de pereza que queremos vencer, logramos mantener durante un tiempo una conducta de superación de eso que nos paralizaba, iremos creando poco a poco un hábito sentimental de valentía o de diligencia ante ese estímulo concreto, y ese sentimiento de miedo o de pereza acabará remitiendo. En ese sentido digo que la acción es imprescindible para el cambio personal. Aristóteles, hablando de la formación del carácter, decía que los simples actos aislados no constituyen hábitos.La autoeducación del carácter requiere un esfuerzo de repetición de actos positivos.—Pero la experiencia demuestra que los cambios personales suelen ser lentos y difíciles.Sin duda, porque las inercias son muchas y nuestras fuerzas limitadas. Pero debemos ser protagonistas de nuestra propia vida y no pensar que estamos atados a un inexorable destino sentimental. Descifrar las clavesOrtega y Gasset decía que no hay nada más fácil que escribir sobre algo un buen montón de folios, pero que, hablando de un tema concreto, escribir uno, uno sólo, precisando bien las cosas, a veces parece casi imposible. Algo parecido podría decirse de la vida sentimental. Es una realidad compleja y escurridiza, nada fácil de explicar de modo sencillo. Algunos sentimientos surgen en una situación bien concreta y conocida: sentimos admiración, miedo, o ira, ante determinadas personas o sucesos, y comprendemos con claridad lo que nos sucede. Pero ante muchos otros, no siempre encontramos un desencadenante claro: nos podemos encontrar tristes, irritados o cansados, sin saber bien por qué. Y ante esos sentimientos, nos gustaría poder cambiarlos, y disipar de un plumazo la vergüenza, la ira, la angustia o el aburrimiento, pero vemos que no resulta sencillo. Como ha escrito José Antonio Marina, el estado emocional es como un resultado consciente de acontecimientos de los que no siempre somos plenamente conscientes, y algunos de ellos son simplemente biológicos. Nuestros sentimientos son comoun lenguaje cifradoque expresa cuál esla textura de nuestro corazón.Estudiando esas resonancias afectivas podemos descifrar las claves de nuestra vida afectiva. Nos gustaría poder responder a la pregunta, en la que tanto nos va en la vida: ¿por qué siento yo lo que siento?, ¿por qué esa otra persona siente lo que siente? Vemos que un mismo estímulo produce sentimientos distintos a distintas personas. El estilo afectivo es el resultado de elementos dispares provenientes de la genética individual y la historia personal. Y en este último ingrediente, nunca puede olvidarse el papel de la libertad individual como gran configurador de la propia persona. Autores de nuestra propia biografíaVivir es parecido a escribir una novela. En la novela, el autor va, frase a frase, perfilando los personajes, el argumento, el estilo; y en cada instante tiene que decidir la palabra que escribe a continuación, que sin duda viene condicionada por todas las que ha escrito antes. En la construcción de la propia vida, hay también un constante encuentro entre la inercia de todo lo que ha habido anteriormente y el empeño por conducir lo que viene después. Igual que el lenguaje al novelista, la naturaleza impone a nuestra vida unas reglas y unas estructuras que hemos de aceptar. Pero si nos limitáramos a seguir sin más sus rutinas, caeríamos en un automatismo acartonado. Mantener un buen estilo –tanto en el escribir como en el vivir– es siempre un equilibrio entre aceptar lo que nos viene dado y al tiempo aportar creatividad personal. —Pero a veces nos sentimos poco autores de nuestra propia biografía, y vemos nuestra vida muy determinada por el azar, por los impulsos del propio temperamento, o por las circunstancias de nuestro entorno y tantas coyunturas impuestas que dejan poco sitio a nuestra libertad personal. Reconocerse como autor de la propia vida, aunque a veces el determinismo o el azar parezcan querer guiarnos como a una marioneta, es algo asequible. Sólo los humanos podemos (siempre relativamente, desde luego) romper con las supuestas fatalidades de nuestro origen y nuestro entorno, en vez de resignarnos sumisamente a ellas. Podemos compensar las deficiencias de nacimiento con elecciones propias que nos eleven por encima de lo rutinariamente previsible. Por eso se ha dicho que la educación es, en cierto modo, un intento de rescatar al hombre de la fatalidad zoológica o de la limitación agobiante de la mera experiencia personal, para impulsarle por un camino de libertad plenamente humana.Es preciso poner esfuerzo en sacudirse la inercia, mantener a pulso la libertad, nadar contracorriente siempre que haga falta, y reírse de lo que deba uno reírse pero tomarse muy en serio las cosas serias. El ser humano puede elegir lo que quiere aprender, adquirir voluntariamente determinadas capacidades, intervenir en el flujo de información que le llega, decidir sobre su comportamiento: en definitiva, puede decidir cómo quiere ser. Cuando se es joven, generalmente se piensa poco en esto. Pero cuando pasan los años, es más fácil ver que el camino recorrido es como una senda llena de bifurcaciones, de flechas que señalan direcciones diferentes. Tomamos algunos de esos desvíos casi sin darnos cuenta, otros ni siquiera los vimos, y tampoco sabemos bien adónde nos habrían llevado esos otros que dejamos de lado, si a un sitio mejor o peor, aunque muchas veces es fácil de imaginar. Cada vez que llegamos a un desvío, en la decisión de pasar de largo o tomarlo, a menudo está en juego mucho.La vida se desarrollaentre una sucesiónde continuas decisiones.No se trata de añorar las posibilidades de cada camino lateral que dejamos de tomar, pero sí de avanzar por nuestro camino con los ojos bien abiertos, para no equivocarnos. Podríamos concluir, con Schumacher, que el futuro está siempre haciéndose, pero que se hace principalmente con el material ya existente. Nuestro porvenir está vertebrado por esa fuerza misteriosa y rebelde que es la libertad creadora del hombre. El futuro no es inexorable,el futuro estáentretejido de libertad.
El primer desarrollo emocional
>> El amor sólo comienza a desarrollarsecuando amamos a quienes no necesitamospara nuestros fines personales.E. Fromm
La primera infancia«Yo –comentaba Silvia, una de esas madres que saben reconocer sus errores y aprender de ellos– le di a mi primer hijo todo lo que se le antojaba. »Al más mínimo lloro, yo acudía corriendo. Ahora, a los cuatro años, es un pequeño tirano, y creo que eso se ha convertido en parte de su carácter, y me está costando cambiarlo, es tremendo. Es de esos niños que chascan los dedos y todo el mundo tiene que prestarles atención.»Con mi siguiente hija, que ya tiene casi dos años, aprendí la lección, y ya no me precipitaba a su lado, como con el mayor. He intentado que desde el principio comprenda que no puede manejarnos a todos a su capricho. Quiero que aprenda a pensar más en los demás, que vea por ejemplo que no debo ir recogiendo como una tonta todo lo que ella tira. Quiero que aprenda a ser paciente, a desarrollar un mínimo de orden, de autocontrol. Y estoy bastante satisfecha de la diferencia de resultados.»A veces puede parecer que los niños de pocos meses son seres de muy poca consciencia. Sin embargo, si se les observa atentamente, como supo hacer aquella madre, pronto se comprueba que desde los primeros meses el niño desarrolla su capacidad dominar la tensión que el acontecer ordinario de la vida le produce. El bebé ha de controlar los movimientos espontáneos para construir su comportamiento voluntario. Y la educación que reciba (porque a esas edades puede y debe haber ya una educación) ayudará o estorbará extraordinariamente en esa importante tarea. Si se satisfacen siempre todos sus antojos, se le impedirá desarrollar su capacidad de resistir el impulso y tolerar la frustración, y su carácter será egocéntrico y arrogante. —Tampoco se trata de negarle casi todo para que desarrolle más esas capacidades, supongo.No, porque eso fomentaría la decepción crónica, un sentimiento de permanente insatisfacción y un carácter desconfiado, escéptico o malhumorado.La mirada del niño es mucho más escudriñadora y despierta de lo que parece. Va configurando impresiones diversas sobre cómo funciona el mundo. Establece un diálogo minucioso y continuo con las personas que le rodean. Un diálogo que no es sólo de palabras, sino también de imitaciones, de búsquedas de aprobación, y de asimilación de gestos que observa. Y en esa sustanciosa interacción, se va configurando su memoria afectiva personal. Se hace una idea de qué, cuánto y cómo debe sentir ante cada tipo de suceso. Ese continuo goteo de experiencias afectivas va formando en él, de modo casi inadvertido, leyes por las que en lo sucesivo interpretará cómo debe ser su reacción y su estado de humor ante cada cosa. Se trata de un lento proceso que influye en su evolución afectiva, y también en el desarrollo de su inteligencia. —¿Cómo pueden influir los afectos en el desarrollo de la inteligencia?Piensa, por ejemplo, en la influencia de la motivación. Si es alta, y hay por tanto ilusión por aprender cosas y desarrollar sus destrezas y capacidades, la inteligencia irá rindiendo cada vez más. Por el contrario, una baja motivación dejará infecundos multitud de talentos personales.El desarrollo de la inteligenciaestá muy ligado a la educación de los sentimientos.En esos años se va constituyendo su sistema motivacional, por el que, ante algo nuevo, se sentirá incitado a explorarlo, o, por el contrario, a rehuirlo. Una correcta educación ha de proporcionar la seguridad y el apoyo afectivo necesarios para esos sucesivos encuentros con el lenguaje, con las tradiciones de la familia, los compañeros de colegio, la naturaleza, la cultura, con valores de todo orden. Según sea la calidad y cantidad de esos encuentros, así será el desarrollo de su espíritu.Formación del estilo sentimental—¿Y cómo se proporciona esa seguridad, que parece tan importante para la motivación? La sensación de sentirse seguro se apoya mucho en la sensación de sentirse querido (que, como es obvio, nada tiene que ver con estar mimado). Los niños privados de afecto (es fácil observar casos extremos, por ejemplo, en los internados de niños confiados al cuidado del Estado) suelen presentar un desarrollo afectivo anómalo y difícil, lo que demuestra, entre otras cosas, que la educación emocional de los primeros años ejerce un influjo decisivo. Es fundamentalel papel de la familiacomo ámbito donde uno es querido con independencia de su valía o sus aptitudes.Un frecuente rechazo afectivo, o un estilo educativo asediante, imprevisible o hipercontrolador, disminuirá la capacidad del chico de dominar sus miedos y sus problemas. Lo mismo podría decirse de esos padres excesivamente obsequiosos y dependientes, que no permiten que su hijo se separe de ellos, y remueven los sentimientos del chico en un triste chantaje afectivo que suele enmascarar una actitud egoísta, dominante y posesiva. Todas esas situaciones, sobre todo si son intensas y prolongadas, influyen en el estilo sentimental del niño, y configuran esquemas mentales que quedan en las capas más profundas de su memoria y forman parte del núcleo de su personalidad. —Hablas bastante de la memoria. ¿Te parece muy importante para configurar el estilo sentimental? Tiene importancia, aunque muchas veces su efecto pase casi inadvertido. Hay muchas cosas que nos parece haber olvidado, pero en realidad no las hemos perdido del todo, sino que están como latentes en nuestra memoria. Por ejemplo, todos tenemos experiencia de cómo a veces nos vienen viejos recuerdos –incluso simplemente con ocasión de un olor, o un sonido, o un gesto, o una situación–, y esos recuerdos reviven en nosotros sentimientos que en la memoria teníamos asociados a ellos. Este efecto a veces se produce de forma poco consciente, pero no por eso deja de influirnos. Por ejemplo, una persona puede haber tomado miedo a los perros porque en su infancia fue atacada por un perro; o a los coches con motivo de un lejano accidente de tráfico; y puede sentir miedo cada vez que vea un perro o cada vez que suba a un coche, porque, aunque no siempre vengan expresamente a su memoria aquellos recuerdos, sí reviven los sentimientos asociados a ellos. Desarrollo del sentido de autonomíaAl finalizar el primer año de vida, comienza un periodo de gran actividad. El niño aprende a andar y aprende a hablar: dos gigantescas ampliaciones de su mundo. Muchos autores ven en este periodo una decisiva influencia en la transformación afectiva de la personalidad del pequeño.El niño hace una entrada gloriosa en su segundo año de vida. Se encuentra exaltado y alegre, despliega una actividad infatigable, explora su entorno, lo manipula y lo maneja, y desarrolla inevitablemente la conciencia de su autonomía. Comprende ya mucho mejor los sentimientos ajenos y empieza a obtener claves emocionales de las expresiones de sus padres y hermanos. Todavía tiende a comportarse como observador, sin tratar, por ejemplo, de prestar consuelo a una persona afligida. Esto cambia enseguida, y al año y medio o dos años es fácil que sí lo haga, aunque, como contrapartida, también aprende a chinchar y a disfrutar saltándose las prohibiciones, tanteando hasta dónde puede infringir las reglas establecidas en la casa o el preescolar.A los dos años, aparecen otros sentimientos en los que intervienen más las normas y el juicio sobre el comportamiento propio y ajeno. Descubre el sentido de la responsabilidad y entran más en su vida las miradas ajenas. Frases como ¡Mira lo que hago!, o ¡Mira cómo salto!, suelen ser muestra de su frecuente reclamo de atención y de su necesidad de ser mirados con cariño.A partir de los cinco años, aparecen sentimientos más complejos, impregnados a un tiempo de responsabilidad personal y de respeto a las normas que va percibiendo a su alrededor. Hasta entonces, cuando se le pregunta, por ejemplo, después de un triunfo en un juego o en el deporte, dice que está contento; y si ha hecho algo malo, puede estar asustado por miedo al castigo, pero aún no suelen aparecer sentimientos de orgullo, culpa o vergüenza. Entre los seis y siete años, sí empieza a referirse a esos sentimientos, sobre todo si los padres han sido testigos de la acción, pues el niño a esa edad aún atribuye en gran parte esos sentimientos a la reacción que ve reflejada en sus padres. La alegría y la tristeza que hasta entonces había experimentado eran sentimientos bastante simples, pero el orgullo, la vergüenza o la culpa son más complejos, y por eso tardan en llegar al corazón del niño. Alrededor de los siete u ocho años, comienza a sentirse orgulloso o avergonzado de sí mismo, haya o no testigos de lo que ha hecho. Una dualidad irremediable se instala en su conciencia. Se convierte en sujeto moral, adquiere lo que tradicionalmente se ha llamado uso de razón. La vida se le va a complicar un poco (por fortuna, pues son las inestimables consecuencias de la reflexión y de la libertad). Durante toda esta etapa cobra fuerza con gran viveza otro sentimiento importante para su educación: la satisfacción ante el elogio o ante las muestras de aprobación de aquellos a quienes él aprecia. Se trata de un sentimiento que no tiene por qué ser negativo, pues responde también a una positiva satisfacción por haber complacido a las personas que quiere. Sensibilidad ante los valores«El abuelo se había hecho muy viejo. Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez menos, babeaba y tenía serias dificultades para tragar. »En una ocasión –prosigue la escena de aquella novela de Tolstoi– cuando su hijo y su nuera le servían la cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos en el suelo. La nuera comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una palangana de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a decir nada.»Un rato después, vieron al hijo pequeño manipulando en el armario. Movido por la curiosidad, su padre le preguntó: “¿Qué haces, hijo?” El chico, sin levantar la cabeza, repuso: “Estoy preparando una palangana para daros de comer a mamá y a ti cuando seáis viejos.”»El marido y su esposa se miraron y se sintieron tan avergonzados que empezaron a llorar. Pidieron perdón al abuelo y a su hijo, y las cosas cambiaron radicalmente a partir de aquel día. Su hijo pequeño les había dado una severa lección de sensibilidad y de buen corazón.»En todo niño puede observarse cómo, incluso junto a defectos a veces notables, se desarrolla una sensibilidad especial ante determinados valores, en muchos casos de modo aleccionador para los adultos (podría hablarse aquí de cómo la convivencia con personas jóvenes educa también a los mayores). Son como destellos que van surgiendo desde edades tempranas, y que después, en la adolescencia, adquirirán una viveza mucho mayor, y cristalizarán en un horizonte personal de valores e ideales.—¿Y cómo se configuran esos valores e ideales?Aparecen de modo natural en la historia de cada persona, con mayor o menor frecuencia e intensidad. Son luces que surgen en nuestro interior y que, poco a poco o de modo fulminante, cobran relieve en nuestro aprecio, se destacan entre otros valores o ideales posibles, y hacen que los percibamos como más entrañables, más propios, más personales. —Dices que surgen de modo natural, pero en unas personas son mucho más nobles y elevados que en otras.Depende de la respuesta que cada uno demos a los valores e ideales que se nos presentan. Si se acogen con buena disposición, serán cada vez más nobles, más precisos, más propios, más cercanos.Es algo que va madurando en nosotros, y que con el tiempo se nos muestra como algo que debe definirnos y diferenciarnos, que da sentido a nuestra vida, a todo lo que hacemos. Y experimentamos esos ideales como algo a lo que estamos llamados. Como algo que, aunque ciertamente esté sujeto a nuestra decisión, es casi más recibido que elegido. Como algo que necesita ser reconocido y asumido, que a la vez atrae y exige, que a un tiempo nos compromete y nos llena. Una ayuda a tiempo«Cuando yo era niño, no tenía amigos. No tenía nadie a quien confiarme, salvo el cielo abierto de los campos, el viento, y, de noche, la soledad y el silencio de mi habitación. La soledad y la desesperación actuaban en mi interior, como dos fuelles que soplaban sin detenerse.»Ahora sé –continuaba Walter, protagonista de la novela Anima mundi– que habría sido suficiente una persona, tan sólo una, para que mi destino hubiese sido muy otro. Habría bastado una mirada, el vislumbre de una comprensión, alguien con un cincel en la mano que rompiera el molde calizo en el que yo estaba encerrado.»Esta desgarrada reflexión de aquel chico puede servirnos para subrayar la importancia de la educación afectiva en la infancia y la adolescencia.Durante los primeros años de vida, el desarrollo del niño alcanza en todos sus ámbitos un ritmo que jamás volverá a repetirse. En ese periodo clave, todo el aprendizaje, y especialmente el aprendizaje emocional, tiene lugar más rápidamente que nunca. Por esa razón, las deficiencias emocionales que se producen durante la infancia dificultan especialmente el desarrollo afectivo y merman seriamente sus futuras capacidades. Y aunque es cierto que todo eso puede remediarse en parte después, es indudable que el impacto del aprendizaje temprano resulta muy profundo. Las lecciones emocionalesaprendidas en los primeros años de vidason extraordinariamente importantes.Un niño con dificultades para centrar la atención, o un niño que es triste y susceptible en vez de alegre y confiado, o que es agresivo y ansioso en vez sereno y descomplicado, será siempre un niño que, a igualdad de otras circunstancias, tendrá en el futuro muchas menos posibilidades de sacar partido a las oportunidades que la vida le vaya presentando. Por eso, quienes han pasado una infancia rodeada de cariño –aun con dificultades y sufrimientos–, tienen más facilidad para interpretar las cosas de modo positivo y gratificante, para confiar en los demás, para sentirse seguros y dignos de aprecio. Por el contrario, los niños privados de cariño tienden a ser inseguros y susceptibles, a percibir con desconfianza las relaciones personales y a sentirse insatisfechos.Si caemos en la cuenta de la gran influencia que esos primeros aprendizajes emocionales –positivos o negativos– tienen en el modelado del estilo sentimental (y, como consecuencia, en el resultado global de la vida), no desaprovecharemos tantas ocasiones como se presentan cada día para educarlos.
El desarrollo emocional adolescente
>> El amor sólo comienza a desarrollarsecuando amamos a quienes no necesitamospara nuestros fines personales.E. Fromm
La adolescenciaRecordar la propia juventud es algo siempre interesante. Cuando se es joven, y se vive rodeado de otros jóvenes en el ambiente escolar o en la familia, parece quizá que a todos aguarda un destino parecido. Pero si recordamos aquellos años nuestros, y vemos cómo fue pasando el tiempo, y cómo fue fraguando nuestra vida personal y la de nuestros amigos y compañeros, y cómo nuestros destinos iban serpenteando por unas rutas que quizá ahora, años después, nos parecen sorprendentes, comprendemos enseguida que la adolescencia es una etapa decisiva en la historia de toda persona.Los sentimientos fluyen en el adolescente con una fuerza y una variabilidad extraordinarias. La adolescencia es la edad de los grandes ánimos y de los grandes desánimos, de los grandes ideales y de los grandes escepticismos. Una etapa en la que emerge quizá una imagen propia inflexible y contradictoria, con frecuentes dudas y largas y difíciles batallas interiores.Muchos experimentan, por ejemplo, una amarga sensación de rebeldía por no poder controlar sus propios sentimientos. Se sienten tristes y desalentados, o incluso resentidos y culpables, quizá porque son demasiado perfeccionistas e inquisitivos, y quieren verlo todo con una claridad que la vida no siempre puede dar. Quieren entrar en su vida afectiva con mucho ímpetu, y pretenden salir luego de ella seguros e inamovibles, con todas sus ideas como en letra de molde, como aquellas viejas planas de caligrafía de los primeros años del colegio, limpias y sin la menor tachadura. Y al chocar con la complejidad de sus propios sentimientos, se encuentran como inundados por una tristeza grande, y pueden sentir incluso ganas de llorar, y si les preguntas por qué están así, es fácil que respondan desolados: no lo sé. A esa edad hay muchas cosas que ordenar dentro de uno mismo. Hay quizá muchos proyectos y, con los proyectos, desilusiones e inseguridades. Y no hay siempre una lógica y un orden claros en su cabeza. Se mezclan muchos sentimientos que pugnan por salir a la superficie. Las preocupaciones de la jornada, la rumiación de recuerdos pasados que resultan agradables o dolorosos, y que quizá estén deformados en un ambiente interior enrarecido, todo eso confluye en su mente cada día como en una torrentera, mezclando las aspiraciones más profundas del espíritu con los impulsos más bajos del cuerpo. Y en medio de esa amalgama de sentimientos, algunos de ellos opuestos entre sí, va cristalizando el estilo emocional del adolescente. Día a día irá consolidando un modo propio de abordar los problemas afectivos, una manera de interpretarlos que tendrá su sello personal, y que con el tiempo constituirá una parte muy importante de su carácter. El descubrimiento de la libertad interiorParte importante de ese proceso de maduración del adolescente es su progresivo descubrimiento de la libertad interior. Al principio, es fácil que identifique obligación con coacción, que perciba la idea del deber como una pérdida de libertad. Sin embargo, con el tiempo va cobrando conciencia de que en su vida hay elementos que le acercan a su desarrollo más pleno, y otros que, en cambio, le alejan de él. Advierte que, con la conducta personal, unas veces se teje y otras se desteje; que ha de distinguir mejor entre lo que le apetece y lo que le conviene; y que si no procura hacer lo que debe hacer, no logrará ser verdaderamente libre.Descubre que si su libertad elige la insolidaridad, o si elige dejándose dominar por la pereza,o elige desde la soledad del propio egoísmo, será una libertad vacía.Percibir el deber como una obligación coactiva es uno de los errores más graves que acechan el proceso de su desarrollo emocional. Por eso, debe comprender pronto que actuar conforme al deber es algo que nos perfecciona; que si aceptamos nuestro deber como una voz amiga, acabaremos asumiéndolo de modo gustoso y cordial. Y descubrimos entoncesque el gran logro de la educación afectivaes conseguir –en lo posible–unir el querer y el deber.Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor.La felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno debe hacer.Así nos sentiremos ligados al deber, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque percibiremos el deber como un ideal que nos lleva a la plenitud. Goethe decía que no nos hacemos libres por negarnos a aceptar nada superior a nosotros, sino por aceptar lo que está realmente por encima de nosotros. Percibir el deber como ideal constituye una de las mayores conquistas de la verdadera libertad. Esto puede apreciarse en situaciones muy variadas. Por ejemplo, el hombre sometido a sus apetencias es un hombre que vive recluido en una interioridad egoísta, que tendrá una enorme dificultad para dirigir la atención fuera de sí mismo. Una persona acosada por los deseos hasta el extremo de no poder dominarlos, es una persona incapaz de percibir los valores que reclaman su primacía sobre esas apetencias, y será por eso una persona falta de libertad. —¿A qué tipo de deseos y apetencias te refieres?Me refiero a dejarse absorber por la pereza, el desorden, el egoísmo, una ambición insana, una vida sexual desordenada, el alcohol, etc. Son cosas bien distintas. Pero todas coinciden en queal principio no exigen nada:invitan a dejarse llevar,lo prometen todo,pero al final te dejan vacío y triste.Se trata de una dinámica que, al no ser exigente, parece concederlo todo a quien se entrega a ella. Pero quien cede a la sugestión fascinadora de buscar la felicidad por esos atajos, con el tiempo se encontrará defraudado y se dará cuenta de que ha equivocado el camino. —Por cierto, es la primera vez que te has referido a la vida sexual en todo el libro. Pensé que saldría con más frecuencia.Lo hago así porque considero equivocados los enfoques de la educación afectiva que se centran demasiado en la sexualidad, como si fuera la cuestión clave. —Pero es importante, como se comprueba en tantos fracasos sentimentales en noviazgos y matrimonios.Me parece que una buena educación sexual ha de fundamentarse en una buena educación de los sentimientos. Si falla la educación afectiva, será difícil acertar en la conducta sexual. —Pero también una conducta sexual equivocada puede perturbar la educación de los sentimientos.Sí. Y así ocurre, por ejemplo, cuando un noviazgo está presidido y mediatizado por intereses eróticos. La sexualidad bien vivida en el matrimonio es algo maravilloso y fascinador, pero en cambio fuera de sus límites naturales es algo realmente peligroso. Igual que hacer fuego es estupendo, por ejemplo, un día de invierno en la chimenea, pero en cambio es muy peligroso encima de la moqueta o del sofá. Por ejemplo, como ha señalado López Quintás, si un chico piensa que ama a una chica, pero lo que ama en realidad son sólo las cualidades de esa chica que le resultan agradables, y sobre todo si son de tipo sexual, es probable que haya más amor a sí mismo que otra cosa, y que ame sobre todo el halago y el hechizo que le producen esas cualidades. Y si esas cualidades pierden interés, debido al tiempo o a lo que sea, o dejan de resultar placenteras por el embotamiento que produce la repetición de estímulos, pensará que su amor ha desaparecido, aunque quizá sería mejor decir que ese amor apenas llegó a existir, pues desde el principio estuvo impregnado de egoísmo. Es verdad que el noviazgo precisa de una atracción mutua, también física, pero confundir la lujuria con la atracción entre el hombre y la mujer es dar el mismo nombre al tumor y al órgano que éste corroe. Quien apetece a otra persona sobre todo para saciar su avidez sexual, no establece apenas vínculos personales con ella, sino que la utiliza. En cambio, el que ama da lo que tiene, se da a sí mismo. Son actitudes bien distintas: una arranca del egoísmo, la otra de la generosidad.—¿Y piensas que entonces el sexo les separa, en vez de unirles?Pienso que cuanto más se sexualiza un noviazgo, más riesgo hay de que derive en una yuxtaposición de dos egoísmos. En esos casos, el placer sustituye al cariño con más facilidad de lo que parece, y se introducen en una atmósfera hedonista que ensombrece el horizonte del amor y les impregna de frustración y de tristeza. La adicción al sexo tiende siempre a pedir más, pues la sensibilidad sufre un desgaste y reclama estímulos cada vez más intensos si quiere mantener el nivel de excitación. Produce euforia al principio, pero enseguida acaba en decepción. Tampoco es liberadora; a lo más, puede ser sedativa, pero una sedación bastante fugaz. Además, a quien se enfrasca en la satisfacción de sus placeres le resulta difícil despegarse de ellos para pensar de verdad en los demás. Quien no logra tomar las riendas de sus propios impulsos, difícilmente podrá orientarlos hacia un ideal, pues dar primacía a un valor superior siempre supone un sacrificio. —Pero muchos entienden ese planteamiento como un reprimirse inútil.Reprimirse es prescindir de algo atractivo para quedarse vacío. Pero cuando, por ejemplo, una madre se priva de algo por amor a un hijo suyo, no se dice que se esté reprimiendo, sino que se está sacrificando por obtener algo mejor para su hijo. Y cuando un novio o una novia guardan su cuerpo para entregarlo limpio (y no de segunda mano) en el matrimonio, no se reprimen sino que apuestan por algo superior. Como apunta Pam Stenzel, compartir el sexo con otra persona es –salvando la pobreza de la comparación– como unir ambas vidas con una cinta adhesiva. Si pretendes emplear esa cinta con unos y otros, encontrarás que cada vez une menos y que se lleva adherida un poco de suciedad de cada relación.O como me explicaba en una ocasión Gonzalo, un chico de diecinueve años con una novia encantadora: «A lo mejor, en determinado momento, guardarte para tu novia puede costarte más, o puedes sentirte menos ante otros por no tener determinadas experiencias sexuales; pero en cuanto observas las cosas desde una perspectiva más amplia, ves enseguida que, al esperar, estás conservando un tesoro muy valioso, y no quieres echarlo por la borda. Cuando algunos te miran por encima del hombro por no funcionar como ellos, pienso que yo podría hacer lo mismo que ellos cualquier día sin ningún esfuerzo, pero en cambio me parece que a ellos les costaría bastante desintoxicarse de todo el exceso de sexo que tienen ya encima. He decidido esperar hasta casarme, y el hecho de que mi novia también sea capaz de esperar unos años por mí, me parece una buena muestra de lo que ella vale y de lo que me quiere.»El entorno familiar«Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con tanto desparpajo era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).»Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.»Sólo pido que nos escuchen de vez en cuando, que admitan al menos que también podemos tener ideas inteligentes, que se nos reconozca un plano de cierta igualdad, que nos hablen con más franqueza. Aunque no lo parezca, nos fijamos bastante en ellos, más de lo que se creen. Lo que me gustaría es que sus reflexiones no fueran siempre como consejos encubiertos, y que procuraran hacerse cargo de lo que realmente nos sucede.»Aquella conversación con Daniel me recordaba lo que escribió Romano Guardini: el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice. Son importantes los consejos que se dan, o las cosas que se mandan, pero mucho antes está lo que se hace, los modelos que presentan, las cosas se valoran, cómo unos y otros se relacionan entre sí. Y hay personas que en esto son auténticos maestros, mientras que otros, por el contrario, son un verdadero desastre.La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional. El modo en que los padres tratan a sus hijos (ya sea con una disciplina estricta o con un desorden notable, con exceso de control o con indiferencia, de modo cordial o brusco, confiado o desconfiado, etc.), tiene unas consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional de los hijos, que captan con gran agudeza hasta lo más sutil.Algunos padres, por ejemplo, ignoran habitualmente los sentimientos de sus hijos, por considerarlos algo de poca importancia, y con esa actitud desaprovechan excelentes oportunidades para educarles. Otros padres se dan más cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero su interés suele reducirse a lograr, por ejemplo, que su hijo deje de estar triste, o nervioso, o enfadado, y recurren a cualquier medio (incluido a veces el engaño o el castigo físico), pero rara vez intervienen de modo inteligente para dar una solución que vaya a la raíz del problema. Otro tipo de padres, de carácter más autoritario e impaciente, suelen ser desaprobadores, propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo. Son de esos que descalifican rápidamente a sus hijos, y saltan con un «¡No me contestes!» cuando su hijo intenta explicarse. Es difícil que logren el clima de confianza que exige una correcta educación de los sentimientos.Hay, por fortuna, muchos otros padres que se toman más en serio los sentimientos de sus hijos, y procuran conocerlos bien, y aprovechar sus problemas emocionales para educarles. Son padres que se esfuerzan por crear un cauce de confianza que facilite la confidencia y el desahogo. Y saben hablar en ese plano de igualdad al que se refería aquel alumno mío: se dan cuenta de que con el simple fluir de las palabras alivia ya mucho el corazón de quien sufre, pues exteriorizar los sentimientos y hablar sobre ellos con alguien que esté dispuesto a escuchar y a comprender, es siempre de gran valor educativo. Manifestar los propios sentimientosen una conversación confiadaes una excelente medicina sentimental.Los niños que proceden de hogares demasiado fríos o descuidados desarrollan con más facilidad actitudes derrotistas ante la vida. Si los padres son inmaduros o imprevisibles, crónicamente tristes o enfadados, o simplemente personas distantes o sin apenas objetivos vitales, o con vida caótica, será difícil que conecten con los sentimientos de sus hijos, y el aprendizaje emocional será forzosamente deficiente.—¿En qué sentido hablas de padres imprevisibles?Si los padres tratan a sus hijos de manera arbitraria, porque, por ejemplo, cuando están de mal humor los maltratan, pero si están de buen humor les dejan escapar de sus deberes o su responsabilidad en medio del caos, está claro que así será difícil que logren nada. Si el reproche o la aprobación pueden presentarse indistintamente en cualquier momento y lugar, dependiendo de si les duele la cabeza o no, o si esa noche han dormido bien o mal, o si su equipo de fútbol ha ganado o perdido el último partido, de esa manera se crea en el hijo un profundo sentimiento de impotencia, de inutilidad de hacer las cosas bien, puesto que las consecuencias serán difícilmente predecibles. Por eso suelen fracasar aquellos padres que alternan imprevisiblemente el exceso de benignidad con el de severidad.Lastre emocional—¿Y en qué medida tienen remedio los aprendizajes equivocados de la infancia o la juventud?Parece claro que los problemas más comunes de esas edades (por ejemplo, sentirse habitualmente ignorado y falto de atención o de afecto, verse rechazado en el entorno escolar, etc.), dejan su huella. Sin embargo, esas heridas emocionalesque muchas personasllevan profundamente grabadas,pueden cicatrizarse y curar.Es cuestión de aprender a relacionarse de manera inteligente con ese lastre emocional que toda persona lleva en su vida.—¿Y cómo se aprende?Esas heridas emocionales pueden habernos hecho, por ejemplo, susceptibles e inestables. En ese caso, tendremos la impresión de no poder evitar una respuesta hostil casi automática ante determinados estímulos. Sin embargo, aunque no siempre podamos controlar bien cuándo seremos víctimas de una reacción interior de enfado o de encrespamiento, sí podemos ejercer mucho más control sobre:
· la medida en que esa reacción interior se hará con el control de nuestro estado emocional;
· cómo lo manifestaremos externamente;
· cuánto tiempo durará.Ese nivel de autocontrol bien podría ser un índice del avance en ese proceso de maduración emocional (de liberación de ese lastre emocional), puesto que la capacidad de contener la exteriorización del enfado y el tiempo de recuperación del equilibrio interior muestran la madurez de las respuestas que la inteligencia da a nuestras reacciones primarias espontáneas. Cuando nuestras reacciones son demasiado exigentes con uno mismo o con los demás, o son de tipo victimista, o hiperdefensivas, o con aire de suficiencia, se desarrollarán estilos emocionales frustrantes (con sentimientos de desesperación, tristeza, resentimiento, hiperculpabilidad, etc.) que, además, suelen fácilmente desbordarse y afectar también a otros ámbitos de nuestra vida. —¿Y en qué medida afecta esto, por ejemplo, al rendimiento académico o profesional?El deseo de aprender, el autodominio, la capacidad de relación y de comunicación, la capacidad de comprender a los demás y hacerse comprender por ellos, o de armonizar las propias necesidades con las de otros, etc., son habilidades que si se logran desarrollar en el entorno familiar, permiten partir con una indudable ventaja en la vida académica y profesional. La capacidad de abstracción, o de pensar de forma sistemática, o de asociarse o concertar voluntades en torno a un proyecto común, o la creatividad, son ejemplos de capacidades emocionales importantes para la vida que no son fáciles de incluir en los currículos académicos. Educar la sensibilidad: afán de aprenderComo ha escrito José Antonio Marina, nunca podemos estar seguros de lo que otra persona ve. Aunque sigamos con atención su mirada, no podemos adivinar el paisaje que está viendo. Ambos podemos estar viendo aparentemente lo mismo, pero ignoramos el nivel donde está instalada la percepción del otro. Un paisaje no es el mismo, por ejemplo, para la mirada de un pintor que para la de una persona que va de caza. Cada uno recibe percepciones distintas. No es sólo que vean las mismas cosas y luego las interpreten de modo diferente, sino que la percepción de cada uno es filtrada por el valor y el significado que aquello tiene para él. Un ejemplo claro es el lenguaje escrito: nos cuesta mucho mirar un texto sin leerlo; si entendemos esa lengua, no vemos unos extraños garabatos, sino que la mirada inteligente se resiste a detenerse en esos signos, y va más allá: no sólo ve, sino que lee, recibe inevitablemente una percepción elaborada, y su atención se desplaza según el significado de lo que va leyendo. Los hombres, en la vida diaria, sometemos la realidad a un interrogatorio continuo, y de la sagacidad de nuestras preguntas dependerá el interés de sus respuestas y nuestra posibilidad de enriquecernos con ellas. Al hombre con afán de aprender le sucede lo mismo que al niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. El niño repite una y otra vez las mismas preguntas: ¿qué es esto?, ¿por qué esto es así?, ¿qué hace?, ¿por qué hace eso?, pero no siempre le valen las mismas respuestas. Según unos estudios publicados por Branderburg y Boyd en Estados Unidos, los niños entre cuatro y ocho años formulan en un diálogo normal un promedio de 33 preguntas por hora (sin duda un gran estímulo para la paciencia familiar). Al principio, la pregunta ¿qué es esto? queda contestada con el nombre de la cosa; más adelante, sin embargo, habrá que añadir otras explicaciones, porque el niño espera más, necesita más; y volverá quizá a hacer las mismas preguntas, pero entonces el interrogante que ha de ser satisfecho será más profundo. El hombre, a través de su observación, su reflexión y sus preguntas, aprende desde muy niño a mirar y a entender el mundo que le rodea. Desde los primeros momentos de la vida hay un claro interés por aprender, por preguntar, por apropiarse del mundo de los otros. Uno de los más eficaces empeños educativos ha de serenseñar a preguntar.La insensibilidad, la incapacidad de relacionarse con lo que es complejo o profundo, es una de las más amargas fuentes de infelicidad, porque niega a las personas acceder a su propia singularidad, porque dilapida toda una fortuna de posibilidades que se nos presentan de continuo a cada uno. Las personas insensibles afirman quizá que todo eso les da igual, que están bien como están, pero cuando un día despierten y vean lo que han perdido, se lamentarán con verdadero pesar. Sería una pena que el transcurso de los años acabara por marchitar ese natural y espontáneo deseo infantil de aprender. Un deseo que nos aleja del peligro de volvernos conformistas e insensibles, que nos impulsa a profundizar en las cosas, a mejorar nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de discernimiento, a descubrir esa parábola que late bajo cada situación y cada eventualidad, cuando se contemplan con atención.A lo mejor pensamos que, por la razón que sea, esa capacidad ya poco puede crecer en nosotros, pero probablemente no sea así. Podemos aprender a discernir mejor. Podemos enriquecernos aún mucho con las aportaciones de los demás. Podemos –y debemos– ganar en sensibilidad. El ser humano no sólo sabe lo que sabe, sino que también sabe que ignora muchas otras cosas. Como apuntó Jerome Bruner,si no hay constatación de la ignorancia, no habrá tampoco esfuerzo por aprenderni por enseñar.Quien no tenga ese afán de indagar, detectar y subsanar la ignorancia propia y ajena, difícilmente podrá educar bien.La capacidad de aprender está hecha de muchas preguntas y de algunas respuestas; de una continua búsqueda nunca totalmente satisfecha; de un sano sentido crítico; de una sana y activa receptividad hacia la gente que nos merece autoridad moral. Por eso, como tantas veces se ha dicho, lo importante es enseñar a aprender. Formar cabezas que no sean simples almacenes de conocimientos, sino personas capaces de pensar por sí mismas, capaces de buscar y encontrar la información relevante y fiable que necesitan, y capaces luego de tomar decisiones. Una buena educacióndebe potenciarla capacidad de preguntary de preguntarse.Una sana inquietud sin la cual difícilmente se llega a saber sobre las cosas, aunque se puedan repetir de carrerilla.Es una cuestión ardua y difícil. Una prueba de que las cosas deben mejorar aún bastante es que en la educación primaria e infantil los profesores se ven agobiados por lo mucho que preguntan los niños, mientras que en la universidad se quejan de que los alumnos apenas preguntan en clase. ¿Qué ocurre en esos años que separan la escuela de las facultades para que se les pasen las ganas de preguntar?
Sentimientos y carácter
>> El mundo exterior podrá hacerte sufrir,pero sólo tú podrás avinagrarte a ti mismo.Georges Bernanos
Un caso trágicoDaniel Goleman cuenta el trágico caso de un jefe autoritario y dominante que tenía atemorizados a todos sus subordinados. El hecho quizá no habría tenido mayor trascendencia si su trabajo hubiera sido otro, pero el caso es que Melburn McBroom –así se llamaba– era piloto de líneas aéreas. Un día de 1978, su avión se estaba aproximando al aeropuerto de Portland, en Estados Unidos, cuando de pronto se dio cuenta de que tenía problemas con el tren de aterrizaje. Ante aquella situación de emergencia, McBroom comenzó a dar vueltas en torno a la pista de aterrizaje, mientras trataba de solucionar el problema él solo. Tanto se obsesionó en su empeño, que durante ese tiempo consumió todo el combustible, mientras los copilotos, temerosos de sus arranques de ira, permanecieron expectantes en silencio hasta el último momento. Finalmente, el avión terminó haciendo un penoso aterrizaje de emergencia y en el accidente murieron diez personas. La historia de este accidente constituye uno de los ejemplos que se estudian en los programas de entrenamiento de pilotos. Casi el 80% de los accidentes de aviación tienen su origen en errores humanos, y en muchos casos podrían haberse evitado si la tripulación hubiera trabajado más en equipo. Por eso su preparación y su selección no atiende sólo a la competencia estrictamente técnica, sino que presta una cuidadosa atención a cuestiones tan básicas como saber escuchar, desarrollar la capacidad de autocrítica y el espíritu de colaboración, mejorar la comunicación con los demás, etc. Aunque los sucesos de nuestra vida diaria no tendrán habitualmente la carga trágica de un accidente aéreo, está claro que en cualquier ambiente pueden encontrarse ejemplos similares a aquel triste sucedido en la cabina de ese avión. Unos errores éticos, unas personas atemorizadas, un jefe tiránico, o cualquiera de las muchas combinaciones de deficiencias emocionales posibles, pueden tener múltiples consecuencias destructivas para la vida de una empresa, una familia, un centro de enseñanza o cualquier otra colectividad humana. Las habilidades que fomentan la armonía entre las personas son cada vez más valoradas en el mundo profesional, y, por fortuna, el viejo prototipo de ejecutivo agresivo y belicoso está poco a poco dejando paso a otro perfil mucho más moderado e inteligente, más experto en las relaciones interpersonales. Se trata de cuestiones cada día más patentes. Si una persona es incapaz de dominar su carácter, creará constantemente antipatías y resentimientos a su alrededor, o carecerá de la sensibilidad necesaria para captar lo que siente la gente que le rodea, y su valía personal y profesional quedará notablemente mermada. Por el contrario, quien es capaz de sintonizar con los sentimientos de los demás, logrará salvar las diferencias personales antes de que se conviertan en abismos insondables. Tendrá capacidad para que las personas se unan en proyectos conjuntos y para crear un ambiente de trabajo que estimule el talento de cada uno. Y en lo que a él mismo se refiere, será capaz de conocer bien sus propias capacidades, concentrarse en su trabajo y saber cómo actuar para encontrar la necesaria motivación.Una correcta relación con uno mismoUna personalidad psicológicamente sana precisa en primer lugar un buen conocimiento propio y un equilibrado aprecio hacia sí mismo. No puede amar a otro el que a sí mismo no se ama, ni amarse a sí mismo el que no se conoce, decía Quevedo. Es preciso cultivar un ponderado sentimiento de valía personal, de lo que con mayor o menor fortuna muchos denominan autoestima.—Pero eso de autoestima suena un poco a amor propio...Quizá la palabra autoestima no sea un muy afortunada, pero no es fácil encontrar otra mejor. Conviene resaltar que no se trata de amor propio, en su acepción castellana más común, de orgullo altivo o arrogante; ni se trata tampoco de narcisismo ni de nada parecido. La autoestima se refiere a un sano y equilibrado sentimiento de aprecio y estimación por uno mismo. Igual que toda personasiente una inevitable necesidadde estimación ajena, tiene también necesidad de una cierta estimación de sí mismaLas personas que se autojuzgan siempre negativamente, y que tienen por tanto un mal concepto de sí mismas, suelen ser personas que sufren y hacen sufrir. Y que, además, contribuyen con su actitud a que sus negras estimaciones acaben por cumplirse, pues quien se valora mal a sí mismo acaba transmitiendo a los demás esa mala impresión, y entra así fácilmente en un círculo vicioso en el que su autodiagnóstico negativo se confirma con el eco que revierte de los demás la mala impresión que él mismo transmite.—Supongo que es una actitud que se va forjando ya con la primera educación.Sin duda. Cuando, por ejemplo, unos padres tienen una personalidad obsesiva o asediante, y tienden a comportarse de modo excesivamente severo, crítico o exigente, es fácil que esa actitud induzca en sus hijos una baja autoestima. El hijo ve que si hace las cosas bien, le dicen que es lo normal, sin dar muestra alguna de alegría y afecto; y si no las hace perfectamente bien, se lo recriminan de modo áspero, o le insisten con frialdad en que podría haberlo hecho aún mejor. Y tanto si el hijo reacciona de modo hostil hacia sus padres, como si se esfuerza de continuo por obtener su difícil aprobación, en ambos casos su autoestima se encontrará habitualmente en crisis, oscilando entre la frustración de nunca contentar a sus padres y la de no poder apenas decidir sobre su vida. Una persona educada en un entorno en el que ha sido poco valorada, o que ha resaltado en exceso sus defectos, tenderá a ser medrosa e insegura: se teme a sí misma porque durante tiempo ha temido, y con razón, a otros.—Antes hablabas de crecer en conocimiento propio y autoestima. Pero cuanto más se conozca una persona a sí misma, más defectos descubrirá, y más patentes, y por tanto sentirá cada vez menos estima hacia sí misma.Conocer bien los propios defectos y limitaciones no tiene por qué implicar ningún desprecio hacia uno mismo. Sucede como con en el amor a otra persona: hay que conocerla bien, y amarla con sus defectos y sus limitaciones, que no ignoramos; si sólo se amara lo bueno de esa otra persona, no se trataría de un amor verdadero sino de un amor posesivo e interesado. El amor auténtico supone amar a la totalidad de la persona. Sabe que hay parcelas de esa persona más valiosas que otras, y desea que mejore en todas ellas, pero ha de ser capaz de quererla tal como es globalmente, incluyendo lo más valioso y lo que no lo es tanto. En el amor a uno mismo sucede algo parecido. Es preciso apreciarse a uno mismo en la globalidad de la persona. Si sólo admitimos nuestras características más positivas, o si sólo nos fijamos en las negativas, en ambos casos nuestra autoestima será frágil y quebradiza. Sentimientos de inferioridadComo ha señalado Javier de las Heras, el sentimiento de inferioridad se debe a la existencia de un defecto que se vive como algo vergonzoso, humillante, indigno de uno mismo e inaceptable. En no pocos casos, además, se trata sólo de un presunto defecto, pues cuando desde fuera se conoce y se analiza con un mínimo de objetividad, se comprueba que no hay motivos de peso para considerarlo tal, o al menos se le está dando una importancia desmesurada.En unos casos, esos defectos son de tipo físico o estético. En otros, se basan en supuestas carencias relacionadas con dotes personales de otro tipo: capacidad intelectual, sentido práctico, memoria, nivel de estudios o de educación, dominio de los convencionalismos sociales o de las relaciones humanas, etc. Otras veces no se trata propiamente de un defecto, sino de un sentimiento de vergüenza o de retraimiento por el origen, el pasado, el entorno familiar, la extracción social, etc.Se trate de lo que se trate, ese defecto o limitación produce un intenso rechazo en quien lo posee, que no es capaz de aceptarlo ni de asumirlo como tal. Se siente notablemente condicionado, y a veces incluso frustrado por la sensación de impotencia que produce el convencimiento de no poder liberarse de esa deficiencia, de no encontrar la manera de acabar con ella. Lo habitual es que esas evidencias interiores (que muchas veces no resultan nada previsibles ni evidentes desde el exterior), constituyan un intenso y profundo motivo de desasosiego y condicionen bastante la personalidad y el comportamiento de quien las sufre. En algunos, produce una insana tendencia a buscar seguridad en todo aquello que piensan que puede prestigiarles ante los demás. En el caso de un escolar, por ejemplo, puede llevarle a extenuarse por sacar muy buenas notas, o por destacar en fortaleza física o en los deportes, o bien a mostrarse crítico o agresivo, o a intentar mostrarse más atrevido o desinhibido que nadie en materia sexual. Es algo que sucede más de lo que parece, y que es relativamente fácil reconducir si un buen educador lo sabe abordar.La fuerte carga subjetiva de este tipo de sentimientos puede hacer que una persona con unas cualidades muy superiores a la media de quienes le rodean, esté fuertemente condicionada por un sensación de inferioridad proveniente de cualquier sencilla cuestión de poca importancia. Puede ser, por ejemplo, una persona bien parecida pero que tiene un pequeño defecto físico y esto le condiciona mucho subjetivamente; o alguien de brillante curriculum pero con alguna limitación (por ejemplo, en las relaciones humanas) que le lleva a pensar que todo lo hace mal, y eso le crea una fuerte inseguridad; etc. Lo peor es que a veces ese sentimiento de inferioridad desborda los límites naturales de ese defecto o limitación, e impregna por completo la valoración que uno tiene de sí mismo, produciendo una sensación generalizada de desencanto. Es como si toda la percepción global que uno tiene de sí mismo se contaminara de ese sentimiento de inferioridad. Sus consecuencias más habituales son la inseguridad y la inestabilidad emocional. Además, al sentirse inferiores, les cuesta mucho atreverse a hacer las cosas según su propio criterio, dudan constantemente, se angustian con facilidad y terminan por depender demasiado de la opinión de otras personas.—¿Y cuál es la solución?En muchos casos, bastaría con aprender de la actitud de Robinson Crusoe, el protagonista de aquella famosa novela de Daniel Defoe. Aquel hombre sobrevivió veintiocho años en una isla desierta gracias a su ingenio y su habilidad, y sobre todo gracias a que se esforzó en considerar su situación más desde el lado bueno que desde el malo. Se habituó a fijarse más en sus satisfacciones que en sus privaciones, y comprendió que la mayoría de las personas no disfrutan de lo que tienen porque ambicionan demasiado lo que no tienen. La aflicción que nos causalo que no tenemos proviene de nuestra poca gratitud por lo que tenemosOtras veces, esos sentimientos de inferioridad estarán referidos a una persona cercana con la que uno se siente constantemente comparado, y que ha llegado a ser como una referencia permanente de frustración. Es un efecto que a veces se produce, por ejemplo, en personas cuya autoestimación personal está fuertemente dañada desde su infancia por las continuas comparaciones con otro hermano más brillante (al que nunca consigue superar, por mucho que lo intenta); o por un desorbitado afán de destacar frente a otros compañeros de estudio mejor dotados; o por un agobiante anhelo de ser competente en más cosas de las que puede abarcar; etc. También se produce a veces en el propio matrimonio, cuando se comete el error de entrar en una dinámica de rivalidad, ya sea por el afecto de los hijos, por la autoafirmación profesional, en las relaciones sociales, etc.—Y esos sentimientos de inferioridad, ¿suelen aparecer poco a poco, o pueden sobrevenir de pronto?Lo más normal es que se vayan instalando de modo paulatino, a medida que el defecto o la limitación correspondiente se va percibiendo como tal en la propia intimidad, que es donde se ganan o pierden estas batallas. Sin embargo, a veces surgen de modo brusco, como consecuencia directa de una mala experiencia, o del comentario u observación de una persona que pone en evidencia –objetiva o subjetiva– ese defecto, y, por la razón que sea, resulta en ese momento intensamente humillante o traumático, e impacta de modo decisivo en la propia personalidad. —¿Y en qué momentos de la vida suele producirse más?Las épocas más proclives para esas impresiones son el final de la infancia y todo el periodo de la adolescencia. Por eso es importante en esas edades ayudarles a ser personas seguras y con confianza en sí mismas.—Pero tan nocivos pueden ser los sentimientos de inferioridad como los de superioridad, supongo.Muchos autores aseguran que las actitudes de superioridad suelen tener su origen en un intento de compensar un sentimiento de inferioridad firmemente arraigado. Esos complejos hipercompensados suelen provocar actitudes presuntuosas, arrogantes e inflexibles. Se manifiestan entonces como personas envanecidas que tienden a tratar a los demás con poca consideración. Y si a veces se muestran más tolerantes o benevolentes, es con un trasfondo paternalista, como si quisieran destacar aún más su poco elegante actitud de superioridad. Son personas a las que gusta darse importancia, que exageran sus méritos y capacidades siempre que pueden. Siempre encuentran el modo de hablar, incluso a veces con aparente modestia, de manera que susciten –eso piensan ellos– admiración y deslumbramiento. Suelen ser bastante sensibles al halago, y por eso son presa fácil de los aduladores. Fingen despreciar las críticas, pero en realidad las analizan atentamente, y esperan rencorosamente la ocasión de vengarse. Están siempre pendientes de su imagen, muchas veces profundamente inauténtica, y con frecuencia recurren a defender ideas excéntricas, o a llevar un aspecto exterior peculiar y extravagante, con objeto de aparecer como personas originales o con rasgos de genialidad. Buscan el modo de sorprender, para obtener así en otros algún eco que les confirme en su intento de convencerse de su identidad idealizada. Por el camino de la inferioridad acaban en el narcisismo más frustrante.Autoestima y estados de ánimoCuando alguien se encuentra desanimado, se ve peor a sí mismo, y eso suele llevarle a un menor aprecio hacia sí mismo. Y viceversa.Autoestima y estado de ánimosuelen ascender o descender de modo paraleloUna autoestima demasiado baja suele generar actitudes de desánimo, de no atreverse, de desarrollar poco las propias capacidades, de ver como inasequible lo que no lo es. Con esa actitud, es fácil que la derrota venga dada de antemano, antes de entrar en batalla, por esa injustificada infravaloración de uno mismo. —Supongo que lo que necesita esa persona es que alguien le haga ver su verdadera valía.Sí, aunque si esa baja autoestima ha arraigado de modo profundo, hacerle comprender su error no será tarea fácil. A esas personas les cuesta mucho admitir cualquier valoración positiva de sí mismas. Y cuando otras personas intenten hacérselo ver, es probable que lo interpreten como halagos infundados, simples cumplidos de cortesía, un ingenuo desconocimiento de la realidad, o incluso como un intento de tomarles el pelo.—También habrá riesgo por el otro lado, es decir, de un exceso de autoestima.Si tener una autoestima alta lleva a pensar sólo en uno mismo, a valorarse en más de lo que uno vale, a ser egoísta y engreído, etc., es evidente que eso sería malo. En ese sentido, podría decirse que tanto la baja autoestima como la excesivamente alta son destructivas para la personalidad y psicológicamente insanas. En casos patológicos, ambos extremos pueden aparecer como consecuencia de trastornos psíquicos, o bien aumentar el riesgo de aproximarse a ellos. La mayoría de las depresiones van asociadas a una baja autoestima, a su vez relacionada con sentimientos patológicos de culpa, inseguridad, desilusión, falta de energía, etc. En cambio, en otros trastornos, como en los delirios megalomaníacos o de grandeza, o durante las fases de euforia de las depresiones bipolares, etc., suele presentarse un exceso patológico de autoestima.Conviene resaltar que los sentimientos de culpa, o de vergüenza, o de insatisfacción ante algo que hemos hecho o dejado de hacer, no son sentimientos buenos ni malos de por sí. A veces serán muy necesarios, puesto que habrá cosas que haremos mal y de las que es bueno que nos sintamos culpables y avergonzados; en cambio, otras veces serán malos, porque nos atormentan inútilmente y tienen un efecto negativo. Se trata por tanto de sentimientos que, como todos, deben tener medida y adecuación a su causa. A medida que una persona va madurando y adquiriendo solidez, su nivel de autoestima se irá haciendo más estable, gracias a un mejor conocimiento propio y a poseer criterios más sólidos a la hora de encontrar motivos de propia estimación. Ya no es tan fácil que una opinión favorable o desfavorable, un sencillo acierto o error, o una buena o mala noticia, ocasionen fuertes oscilaciones en su estado de ánimo o su autoestima.—Supongo que influye mucho el modelo de vida a que uno aspira. Sin duda. Por ejemplo, es fácil comprobar que el éxito social o profesional no bastan para garantizar la autoestima. Si ciframos nuestro ideal en ser capaces de alcanzar grandes resultados económicos o de reconocimiento social, dejando al margen otros criterios más sólidos, es probable que la vida emocional no marche bien, tanto si conseguimos esos logros como si no. De hecho, hay una constante comprobación de que si los modelos de éxito se reducen a sólo una parte de la vida y no a su conjunto, al final no se quedan satisfechos de esos éxitos ni siquiera los pocos que llegan a conseguirlos.—Pero tampoco se trata de rebajar los ideales para evitar las decepciones, supongo.Sería un camino equivocado. Es la estrategia del escepticismo vital, en la que se apagan los sentimientos de sana emulación y se enaltece, por el contrario, la falta de ideales y la mediocridad. Rebajar los ideales y decir que todo da igual, o que hoy día todo el mundo va a lo suyo y ya está, son actitudes que no conducen a nada bueno.
Sentimientos y afán por mejorar
>> El mundo exterior podrá hacerte sufrir,pero sólo tú podrás avinagrarte a ti mismo.Georges Bernanos
Autoestima y afán por mejorarEl hombre puede y debe aspirar a mejorar cada día a lo largo de su vida.Y una buena formade progresar en autoestimaes avanzar en la propia mejora personal.Una tarea que siempre enriquece nuestra vida y la de quienes nos rodean. —Pero nunca se llega a ser perfecto, y entonces ese intento tiene que acabar produciendo frustración...No debe confundirse el ideal de buscar la propia mejora con un enfermizo y frustrante perfeccionismo. Querer aproximarse lo más posible a un ideal de perfección es muy distinto de ser perfeccionista, o de embarcarse en la utópica pretensión de llegar a no tener defecto alguno (o en la más peligrosa aún, de querer que los demás tampoco los tengan). El hombre ha de enfrentarse a sus defectos de modo humilde e inteligente, aprendiendo de cada error, procurando evitar que sucedan de nuevo, conociendo sus limitaciones para evitar exponerse innecesariamente a situaciones que superen su resistencia. Así, además, comprenderá mejor los defectos de los demás y sabrá ayudarles mejor. Su corazón tendrá, como escribió Hugo Wast, la inexpugnable fortaleza de los humildes.La tarea de mejorarse a uno mismo no debe afrontarse como algo crispado, angustioso o estresante. Ha de ser un empeño continuo, que se aborda en el día a día, de modo cordial, con espíritu deportivo, conscientes de que habrá dificultades, y conscientes también de la decisiva importancia de ser constantes. Esa actitud hace al hombre más sereno, con más temple personal. Las contrariedades ordinarias le afectarán, pero habitualmente serán turbulencias superficiales y pasajeras. Y las posibles desgracias, de las que no se ve libre ninguna vida, no producirán en él heridas profundas.—Antes decías que la excesiva exigencia puede afectar a la autoestima. Pero no sé si será peor la excesiva indulgencia con uno mismo.En efecto. Por ejemplo, la enseñanza básica de algunos países occidentales se esforzó durante las dos o tres décadas pasadas en fortalecer la autoestima de los alumnos prodigando alabanzas incluso cuando los resultados eran desoladores. Se trataba, ante todo, de no desanimar, con idea de que, educando así, esas personas tendrían en el futuro muchos menos problemas, porque su elevada autoestima les impediría tener un comportamiento antisocial. Los resultados –la terca realidad– está haciendo que sean cada vez menos los especialistas que creen que ése sea un buen método pedagógico. Es más, la falsa autoestima puede causar mucho más daño. Una educación empeñada en no culpabilizar nunca a nadie, y empeñada en que cualquier opción puede ser buena, hace que las personas acaben parapetándose tras sus opiniones y sus actos y se hagan impermeables al consejo o a cualquier crítica constructiva, puesto que toda observación que no sea de alabanza la recibirán negativamente.El exceso de autoindulgencia,el alabarlo todo,o relativizarlo todo,suele conducir a más patologíasde las que evita.Decir a los hijos o a los alumnos que nos parece bien lo que es dudoso que esté bien, o que hagan lo que les parezca mientras lo hagan con convicción, o cosas por el estilo, acaba por dejarles en una posición muy vulnerable, pues se sentirán tremendamente defraudados cuando al final choquen con la dura y terca realidad de la vida. Como ha señalado Laura Schlessinger, es mejor basar la autoestima en logros reales, en hacerles pensar en los demás y procurar ayudarles, en hacer cosas que sean verdaderamente útiles. No se trata de hacerles cavar zanjas, alabar ese trabajo, y luego volver a taparlas. Se trata de avanzaren el camino de la virtud,de dejar de lamentarse tantode los propios problemas,y tomar ocasión de ellospara forjar el propio carácter.Sentimientos de insatisfacciónSe dice que los dinosaurios se extinguieron porque evolucionaron por un camino equivocado: mucho cuerpo y poco cerebro, grandes músculos y poco conocimiento. Algo parecido amenaza al hombre que desarrolla en exceso su atención hacia el éxito material, mientras su cabeza y su corazón quedan cada vez más vacíos y anquilosados. Quizá gozan de un alto nivel de vida, poseen notables cualidades, y todo parece apuntar a que deberían sentirse muy dichosos. Sin embargo, cuando se ahonda en sus verdaderos sentimientos, con frecuencia se descubre que se sienten profundamente insatisfechos. Y la primera paradoja es que muchas veces no saben explicar bien por qué motivo. En algunos casos, esa insatisfacción proviene de una dinámica de consumo poco moderado. Llega un momento en que comprueban que el afán por poseer y disfrutar cada día de más cosas sólo se aplaca fugazmente con su logro, y ven cómo de inmediato se presentan nuevas insatisfacciones ante tantas otras cosas que aún no se poseen. Es una especie de tiranía que ciertas modas y usos sociales facilitan que uno mismo se imponga, y hace falta una buena dosis de sabiduría de la vida para no caer en esa trampa (o para salir de ella), y evitarse así mucho sufrimiento inútil.En otras personas, la insatisfacción proviene de la mezquindad de su corazón. Aunque a veces les cueste reconocerlo, se sienten avergonzadas de la vida que llevan, y si profundizan un poco en su interior, descubren muchas cosas que les hacen sentirse a disgusto consigo mismas. Eso les lleva con frecuencia a maltratar a los demás, por aquello de que quien la tiene tomada consigo mismo, la acaba tomando con los demás. En cambio, quien ha sabido seguir un camino de honradez y de verdad, desoyendo las mil justificaciones que siempre parecen encubrir cualquier claudicación (lo hace todo el mundo, se trata sólo de una pequeña concesión excepcional, no hago daño a nadie, etc.), quien logra mantener esa rectitud se sentirá habitualmente satisfecho, porque no hay nada más ingrato que convivir con uno mismo cuando se es un ser mezquino.Otras veces, esa insatisfacción se debe a algún sentimiento de inferioridad, como ya apuntamos unas páginas atrás. Otras, tiene su origen en la incapacidad para lograr dominarse a uno mismo, como sucede a esas personas que son arrolladas por sus propios impulsos de cólera o agresividad, por la inmoderación en la comida o la bebida, etc.; después, una vez recobrado el control, se asombran, se arrepienten y sienten un profundo rechazo de sí mismas.También las manías son una fuente de sentimientos de insatisfacción. Si se deja que arraiguen, pueden llegar a convertirse en auténticas fijaciones que dificultan llevar una vida psicológicamente sana. Además, si no se es capaz de afrontarlas y superarlas, con el tiempo tienden a extenderse y a multiplicarse.Algo parecido podría decirse de las personas que viven dominadas por sentimientos relacionados con la soledad, de los que suele costar bastante salir, unas veces por una actitud orgullosa (que les impide afrontar el aislamiento que padecen y se resisten a aceptar que estén realmente solas), otras porque no saben adónde acudir para ampliar su entorno de amistades, y otras porque les falta talento para relacionarse.—Pero una persona de intensa vida social también puede sentirse a veces muy sola.Sí, porque su exuberante actividad puede ser superficial y encubrir una soledad mal resuelta; o porque sus contactos y relaciones pueden estar mantenidos casi exclusivamente por interés; o porque son personas de fama o de éxito, y perciben ese trato social como poco personal, o incluso de adulación; etc.Aunque también es cierto que puede suceder lo contrario, y que una soledad sea sólo aparente. Hay personas que creen importar poco a los demás, y un buen día sufren algo más extraordinario y se sorprenden de la cantidad de personas que les ofrecen su ayuda. La satisfacción que sienten entonces da una idea de la importancia de estar cerca de quien pasa por un momento de mayor dificultad.Personas interesadas en los demás«Así era mi madre –rememoraba la protagonista de aquella novela de Mercedes Salisachs–. Un camino de renuncias sembrado de querencias que pocas veces manifestaba.»Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo. Su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta, y me dijo: “Hija mía –y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme–, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica.”»Ella solía decirme: “Actuar es la mejor forma de querer, hija. No es necesario que sientas amor por ellas –recalcaba–; sencillamente, ayúdalas. Verás qué pronto las quieres”. »Yo le llevaba la contraria, y le hablaba de personas a las que no podía querer, y ella me replicaba: “Cuando sientas odio hacia una persona, acuérdate de su madre, de sus hijos o de cualquier ser que la haya querido como tú quieres a los tuyos. Trata de ponerte en su pellejo e inmediatamente dejarás de odiar.” Me insistía en que no hay posibilidad de amar sin rechazar el egoísmo, sin vivir para los demás, y que una vida sin querer a los demás es peor que un erial en tinieblas.»El amor o el afecto a los demás, con la generosidad y la diligencia que siempre llevan implícitas, son la principal fuente de paz y de satisfacción interior. En cambio, la dinámica del egoísmo o de la pereza conducen siempre a un callejón sin salida de agobios e insatisfacciones personales. Por eso las personas con un buen nivel de satisfacción interior suelen tratar a los demás con afabilidad, les resulta fácil comprender las limitaciones y debilidades ajenas, y raramente son duros o inclementes en sus juicios. Pero lo que más les caracteriza es que son personas interesadas en los demás. Y esto es así porque sólo de ese modo el hombre se crece y se enriquece de verdad. No hay que olvidar, además, que hasta las satisfacciones más materiales necesitan ser compartidas con otros, o al menos ser referidas a otros. Una persona no puede disfrutar de una casa o un coche que acaba de comprarse, o de una nueva prenda de ropa, o de su belleza física, o de un título académico o una buena cultura, si no tiene a su alrededor personas que le miren con afecto, que se alegren y puedan disfrutarlo a su lado. Si no puede –o no quiere– compartir sus alegrías, antes o después se sumergirá en un profundo sentimiento de tristeza y de frustración. Tarde o temprano el rostro del egoísmo aparece con toda su fealdadante aquel que le ha dejadoapoderarse de sus sentimientos.Procesos de autoengaño«¿Puedo decir que no soy consciente de mi íntimo engaño? –se preguntaba atormentado el protagonista de aquella novela de Van der Meersch. »La verdad es que cuando reflexiono a fondo, lo advierto. Pero por regla general no reflexiono, me lo prohíbo. Hay algo en mi interior que me prohíbe reflexionar, o que falsea las conclusiones, y me da toda clase de falsas razones, que sé que son falsas, pero las acepto de buena gana.»Todas las personas sufren, con mayor o menor frecuencia, y con mayor o menor profundidad, procesos de autoengaño. Suelen producirse a consecuencia de un deseo intenso que perturba el discurso lógico del pensamiento, forzándole a plegarse a su favor, de modo más o menos consciente. Lo malo es que el autoengaño tiene la virtualidad (desgraciada) de hacer que quien lo padece se resista a reconocerlo como tal (por eso es un autoengaño). Y si alguien se lo intenta hacer ver y le pone de manifiesto sus contradicciones, es fácil que –incluso aunque advierta que es cierto lo que le dicen– reaccione negándolo obstinadamente, y esgrima todo tipo de argumentos, incluso con brillantes racionalizaciones destinadas a negar la evidencia de sus contradicciones.La influencia diaria de tantos deseos, solicitaciones y tendencias hace que no sea difícil interpretar mal la realidad y autoengañarse. Por eso, la coherencia personal exige un constante esfuerzo de sinceridad con uno mismo. Es preciso ser sensible –sin caer en extremos patológicos– a esos pensamientos que en nuestro interior denuncian detalles de poca coherencia en nuestra vida, y no dejarse enredar por disculpas y justificaciones que intentan transferir nuestra responsabilidad a otros, a los condicionantes que nos imponen las circunstancias en que vivimos, etc. El nivel de autoengaño de una persona marca su nivel de coherencia personal.—Pero se puede ser coherente en el bien o en el mal; y ser coherente en el mal es siempre a fin de cuentas un engaño.Efectivamente, y por eso el nivel de coherencia personal no es en sí mismo una escala de medida ética. Hay personas que viven con enorme coherencia principios basados en el egoísmo, por ejemplo, y se muestran así con total transparencia y naturalidad, y está claro que esa coherencia no es éticamente buena. Es más, cuanto más coherentes sean con esos principios errados, peor les irá.—¿Y dices que en esos casos es recomendable la incoherencia?Es más recomendable seguir siendo coherentes pero cambiar los principios por otros mejores. Quiero decir que si hablamos de coherencia en su acepción más profunda, entendida también respecto a lo que es propio de la naturaleza humana, ser coherentes supone combatir seriamente el autoengaño.A veces, por ejemplo, nos engañamos y decimos: no tenía más remedio que actuar así; pero, en el fondo, sabemos que no es cierto. Además, si nos acostumbramos a engañarnos, detrás de cada mentira (incluso cuando a veces parecen producir un cierto sentimiento de liberación) acumulamos un peso, casi imperceptible, que poco a poco lastra de desasosiego interior toda la marcha de nuestra existencia.—¿Y crees que es fácil engañarse a uno mismo?Parece que sí, pues el hombre tiende a creerse fácilmente aquello que halaga su comodidad o su conveniencia. De todas formas, tanto la voz de la conciencia como la crítica o el buen consejo de los demás hacen una permanente labor de vuelta a la realidad.Para ser coherente y no sucumbir a las zalamerías y carantoñas del autoengaño, es importante tomar conciencia de la fuerza liberadora de la verdad. El hombre recto e íntegro puede vivir sin avergonzarse, está libre del esfuerzo estresante y agotador del disimulo, se ahorra el miedo a ser desenmascarado de su fraude, tiene más fuerza a la hora de esgrimir sus argumentos y mantiene más fácilmente su estabilidad emocional: son personas que disfrutan más de la vida y de un modo más pleno.Una nueva dimensión de la vidaEl piloto Chuck Yeager inició la era de los vuelos supersónicos el 14 de octubre de 1947, cuando rompió la famosa barrera del sonido, aquel «invisible muro de ladrillos» que tan intrigado mantenía a todo el mundo científico de la época. Por aquel entonces, bastantes investigadores aseguraban disponer de datos científicos seguros por los que la barrera del sonido debía ser infranqueable. Otros incluso decían que cuando un avión alcanzara la velocidad Mach 1 sufriría tal impacto en su fuselaje que reventaría. Tampoco faltaron quienes aventuraban posibles saltos hacia atrás en el tiempo y algunos otros efectos sorprendentes e impredecibles. El caso es que aquel histórico día de 1947, Yeager alcanzó con su avión Bell Aviation X-1 la velocidad de 1126 kilómetros por hora (Mach 1.06). Hubo diversas dudas y controversias sobre si verdaderamente había superado esa velocidad, pero unas semanas después alcanzó Mach 1.35, y más tarde llegó hasta Mach 2.44, con lo que el mito de aquella barrera impenetrable salto hecho pedazos.En su autobiografía, Yeager dejó escrito: «Aquel día de 1947, cuanto más rápido iba, más suave se hacía el vuelo. Cuando el indicador señalaba Mach 0.965, la aguja comenzó a vibrar, y poco después saltó en la escala por encima de Mach 1. ¡Parecía un sueño! Me encontraba volando a una velocidad supersónica y aquello iba tan suave que mi abuela hubiese podido ir sentada allí detrás tomándose una limonada.» «Fue entonces cuando comprendí que la verdadera barrera no estaba en el sonido, ni en el cielo, sino en nuestra cabeza, en nuestro desconocimiento.» En la vida diaria puede sucedernos a veces algo parecido. En nuestra cabeza se levantan muchas barreras a nuestra mejora personal: defectos, limitaciones, circunstancias exteriores, etc. Y quizá nos parecen auténticas murallas imposibles de superar, o al menos pensamos que superarlas supondrá un esfuerzo tremendamente ingrato y difícil. Sin embargo, es muy probable que la realidad sea distinta, y que esas barreras sean franqueables, que las podamos superar. Y cuando se superan observamos que la realidad era bien distinta, y que nuestro principal problema era que no conocíamos bien lo que había detrás, y que quizá por eso no nos decidíamos a hacer lo necesario para dar el paso.Superar la barrera de nuestros defectos, limitaciones o condicionantes personales es algo que, sin ser fácil, no es tampoco tan difícil. Y sobre todo, cuando lo logramos, nos encontramos –como experimentó Yeager aquel histórico día– con una nueva dimensión de la vida, quizá desconocida hasta entonces para nosotros, y que resulta mucho más satisfactoria y gratificante de lo que podíamos imaginar. El camino de la virtud y de los valores es un camino que permanece oculto para muchas personas, que lo ven como algo frío, aburrido o triste, cuando en realidad la mejora personal es un camino siempre menos fatigoso, más alegre, más interesante y más atractivo. Parece obvio que trabajar de mala gana, hacer siempre lo mínimo posible, mostrarse egoísta e insolidario, etc., es más frustrante y triste que trabajar con empeño e ilusión, ayudar en lo posible a los demás y procurar hacerles agradable la vida. Es preciso dejar de mirar el lado antipáticoque siempre presenta cualquier esfuerzo, y observar un poco más su lado atractivo, su rostro amable, su efecto liberador.Aquel famoso debate de hace más de medio siglo se repite con frecuencia en la vida diaria de muchas personas. Quizá lo mejor sea superar esas inercias del pasado, atravesar esa barrera del cambio personal y ver qué sucede. El resultado será sorprendentemente alentador, sin duda.
Caso práctico 1
SITUACIÓN:Mónica tiene 16 años y es la menor de la casa. Sus dos hermanos mayores han sido siempre estudiantes brillantes. Ella, en cambio, va sacando los cursos con dificultad. Dedica muchas horas al estudio, pero le rinden poco y se siente decepcionada. Sus padres están preocupados, pues con frecuencia la ven triste y abatida. Por los comentarios que hace, tiene una fuerte tendencia a compararse –tanto con sus hermanos como con sus amigas–, y eso hace que esté arraigando en ella un cierto complejo de inferioridad.Una tarde, charlando con su madre a la vuelta de clase, Mónica se desahogó: "Mamá, es que no lo entiendes, es horrible. Veo que lo que yo tardo una tarde entera en estudiar, y luego además casi ni me acuerdo, en cambio mi compañera lo estudia en una hora. Y yo me paso encerrada todo el fin de semana estudiando, y ella, en cambio, no da ni golpe y saca luego mejor nota. Y estamos las dos igual de distraídas en clase, nos pregunta la profesora, y ella con dos ideas que se acuerda le sale una respuesta convincente, y yo, en cambio, me quedo sin saber qué decir. Cuando pienso en esto me pongo muy triste al ver que todas me aventajan y que es algo que nunca podré evitar, porque no puedo hacer nada por remediarlo...".OBJETIVO:Superar un incipiente complejo de inferioridad.MEDIOS:Ganar en conocimiento propio y autoestima.MOTIVACIÓN:Transmitir seguridad a Mónica descubriendo y potenciando sus puntos fuertes.HISTORIA:La madre de Mónica quedó bastante impresionada tras aquel desahogo de su hija. Por la noche lo comentó con su marido. Estuvieron charlando un buen rato sobre el tema. Pensaron en cómo podrían hacer entender a Mónica que no podía pasarse la vida lamentándose de los talentos que no tenía. "Quizá lo primero –pensaron– es que se dé cuenta de que tiene talento para muchas cosas".Repasaron diversas posibilidades. Concluyeron que su hija tenía muchas virtudes: era generosa, sincera, leal. Además, se le daba bien el deporte, tenía buen oído para los idiomas y era muy rápida e intuitiva para la informática. Al llegar a lo de la informática, ella tuvo una idea: "Podemos empezar por eso. Voy a proponerle a Mónica que me acompañe a la oficina el miércoles por la tarde, que ella no tiene clase".RESULTADO:A Mónica le hizo ilusión ayudar a su madre en la oficina. Fueron varias horas de trabajo muy intenso, y quedó bien patente que la chica era muy eficaz. Una compañera del trabajo lo comentó, y se veía que Mónica se derretía de satisfacción al oírlo.El miércoles siguiente fue muy parecido, pues en la oficina estaban con muchísimo trabajo pendiente. El punto culmen fue cuando se descubrió que Mónica leía y escribía en inglés con gran soltura: de nuevo se escucharon diversos elogios, que resultaron muy oportunos.De vuelta a casa, la chica estudiaba con más ganas. Por la noche lo comentaba con su madre: "Esta tarde me ha cundido muchísimo. Hemos trabajado tres horas, luego he estudiado otras dos, y estoy menos cansada que otros días que no hago ni la mitad".Su madre la escuchó un rato, y poco a poco fue dejando caer algunas de las ideas que había ido leyendo sobre el tema en esos días (era una persona de las que le gustaba documentarse). Habló a su hija de cómo las personas que sufren con esas preocupaciones, deben convencerse de que no es verdad que estén en casi todo en inferioridad de condiciones, ni que sus limitaciones no tengan remedio. Que la naturaleza suele otorgar sus dones de forma más repartida de lo que parece. Que otras personas con limitaciones muy superiores han triunfado en la vida y han sido muy felices. Que junto a esas limitaciones poseen muchas otras cualidades, probablemente más importantes que esas otras que tanto le deslumbran en los demás. Que tantas veces, además, el que tiene menos talentos pero se esfuerza por hacerlos rendir, aunque le parezcan escasos, acaba finalmente por superar a otros mucho más capacitados.Mónica entendió que no podía contemplar constantemente su vida como lo que habría podido ser si hubiera nacido con otras dotes, o si hubiera actuado de modo distinto. Que podía y debía vivir aceptándose como era, sacando partido a su talento natural y dejándose de vivir entre fantasías. También descubrió que su falta de autoestima le hacía aspirar a poco, y que eso le hacía exigirse poco, y que con facilidad se autoengañaba con ensoñaciones que eran fundamentalmente pereza. Mónica entendió que lo mejor en la vida es ser el que somos y procurar ser cada día un poco mejor. En pocas semanas su actitud vital cambió notablemente.
Caso práctico 2
SITUACIÓN:Luis y Sonia tienen cuatro hijos –dos chicos y dos chicas– de edades bastante seguidas, entre 12 y 16 años, menos el último, que tiene sólo 7. Se consideran muy afortunados porque las cosas van bastante bien en la educación de sus hijos, pero no dejan de tener frecuentes preocupaciones cuando miran al futuro y ven lo que pasa con los hijos de muchos conocidos suyos."Veo que nos va bien –comentaba Sonia a su marido–, pero que están en esas edades difíciles, o lo estarán pronto, y las cosas se pueden poner mal si nos descuidamos. Por ejemplo, veo que tienden a ser un poco individualistas, y que tendrían que ser más generosos, pensar más en los demás. A veces tienen unos despistes asombrosos, parece que no sufren con los sufrimientos de los demás".OBJETIVO:Ser más generosos y aprender a centrar más la vida en los demás.MEDIOS:Aprender a reconocer los sentimientos de los demás.MOTIVACIÓN:Favorecer un ambiente familiar en el que todos estén más pendientes de los demás: "si cada uno está en lo suyo, sólo hay uno pendiente de cada uno; en cambio, si cada uno está pendiente de todos los demás, estaremos todos pendientes cada uno".HISTORIA:El sábado tenían previsto viajar toda la familia a casa de los padres de Sonia, que viven en una ciudad cercana. Era una buena ocasión de charlar sobre estos temas. Aunque van un poco apretados en el coche familiar, eso es quizá una ventaja para hablar con calma del tema: será difícil que se distraigan con otras cosas.Así lo hicieron. Procuraron caldear un poco el ambiente. Antes de salir hicieron un pequeño extraordinario en el desayuno, que fue muy bien acogido por todos. Enseguida, ya en el coche, plantearon la idea. Tenían que proponerse mejorar en preocupación de unos por otros, dentro de la familia, y también con todas las demás personas. Se pidieron ideas, y pronto comenzaron a quitarse la palabra unos a otros para aportar lo que se les ocurría.RESULTADO:Efectivamente salieron muchas propuestas. Cuando por la noche el matrimonio hacía balance de la jornada, como acostumbraban hacer antes de irse a dormir, estaban sorprendidos: "La verdad –decía Luis– es que a nosotros solos jamás se nos hubieran ocurrido ni la cuarta parte de las ideas que han salido". Ahora se trataba de lograr llevarlas a la práctica.Lo primero que pensaron es que para saber qué necesitan los demás, antes hay que escuchar con interés: se propusieron recordarlo con frecuencia si veían que se descuidaba este asunto.La hermana mayor, Cristina, propuso que también debían ser más sensibles ante tanta gente que sufre en todo el mundo. Quedaron en que, para que no quedara en algo teórico o poco comprometido, lo mejor era que cada semana acudieran a visitar alguien necesitado. Unas veces a un pariente enfermo, otras a una vecina que está muy mayor y nunca recibe visitas, otras a un asilo de ancianos cercano a casa, etc.También se propusieron ayudarse entre todos a advertir cómo se sienten los demás ante lo que cada uno hace. Por ejemplo, fijarse más en qué cosas agradan o desagradan a cada uno, procurar acompañar al que se pueda sentir solo, sacar temas de conversación que interesen a los demás, preguntar antes de poner música o televisión para ver qué le apetece a los demás, etc. El resultado de todas esas medidas fue muy positivo, pues hizo que cada uno conociera mejor a los demás y que afloraran más los buenos sentimientos de todos.
Caso práctico 3
SITUACIÓN:David tiene 15 años y es el pequeño de tres hermanos. Hoy ha vuelto de clase con bastante mal humor, cosa que por desgracia es bastante habitual. Su madre, que lo conoce bien, intuye que ha vuelto a pelearse. Sabe que su hijo tiene un carácter fuerte y le preocupa ver que con los años no mejora, sino que parece seguir igual, o incluso peor. El chico es discutidor y tiende a resolver sus diferencias de manera contundente. Enseguida "se dispara" y acaba diciendo palabras fuertes –y a veces no sólo palabras–, que producen conflictos, tanto en clase como en casa o con sus amigos.OBJETIVO:Aprender a controlar los propios sentimientos.MEDIOS:Evitar los enfados, superar el resentimiento y aprender a perdonar y pedir perdón.MOTIVACIÓN:Su padre desea encontrar una ocasión favorable, en la que David esté receptivo, para hablar de cómo el enfado y el resentimiento no suelen arreglar los problemas sino agrandarlos.HISTORIA:David ha tenido esta semana varios enfados en clase. Tiene poca paciencia y es cada vez más susceptible. Enseguida se pone nervioso y acaba discutiendo. Como además ha crecido ya bastante y se siente físicamente fuerte, tiende casi sin darse cuenta a querer imponerse de modo poco razonado.Sus padres llevan tiempo preocupados, pero no saben bien qué más decir a su hijo. "Estoy pensando –concluía su padre– que tendría que hablar con él con un poco de calma. Veo que siempre hemos hablado de estas cosas después de algún problema y estando David poco receptivo. Como este viernes no tienen clase, voy a proponerle que me acompañe a la visita que tengo que hacer a la fábrica. Como dice que quiere ser ingeniero, seguramente le gustará".RESULTADO:Efectivamente, a David le hizo ilusión el plan. Durante el trayecto, que fue casi de hora y media, hablaron mucho de cosas de ingeniería. Su padre hizo un esfuerzo para explicarse bien y ser paciente. Se dio cuenta de que cuando hablaba a su hijo como a una persona adulta, éste le contestaba como una persona adulta. "Veo que este chico es más sensato y profundo de lo que parece", pensaba para sí.Ya de vuelta, su padre pensó que había ya un ambiente adecuado para hablar con más confianza sobre el carácter de su hijo. Le preguntó, con el mejor tono que supo. Intentó que David se explicara, y le pidió que pusiera ejemplos concretos y expresara cómo eran sus sentimientos en esos momentos. Tuvo que hacer un esfuerzo para no interrumpirle en algunos puntos que juzgaba muy poco objetivos, pero pensó que en ese momento era mejor no romper el hilo del desahogo.David era bastante consciente de su problema, pero se veía superado por el ímpetu de sus frecuentes sentimientos de desagrado, rabia, rencor y tristeza. Además, luego se pasaba horas dándole vueltas en la cabeza a los motivos por los que él tenía razón, y acababa más enfadado todavía.Su padre le encontró receptivo, y pudo hablarle con calma de cómo los enfados no suelen arreglar los problemas sino agravarlos; cómo con ellos se sufre y se hace sufrir inútilmente; se dicen cosas de las que luego uno se arrepiente enseguida; se producen heridas que tardan mucho en cicatrizar; etc.Todo iba muy bien, hasta que debió decir algo un poco más fuerte, y entonces David saltó: "Tampoco te vayas a creer tú que no tienes defectos, ¿o es que no te acuerdas de las veces que te has enfadado en casa?".El padre de David fue inteligente y supo encajar el golpe, que por otra parte era bastante objetivo. "La verdad –pensó– es que este chico tiene unos arranques bastante parecidos a los míos. Se ve que a tal palo, tal astilla". Por un momento sintió que comenzaba a enfadarse, pero enseguida se sobrepuso y vio que tenía que dar ejemplo a su hijo de no ser susceptible. Aprovechó la ocasión para explicárselo: "Mira, David –le dijo–, lo que me has dicho me ha producido una reacción primaria de enfado, porque yo me parezco bastante a ti. Enseguida he advertido que enfadarme no iba a arreglar nada, sino que más bien iba a estropear este rato de conversación tranquila que hacía tiempo que no teníamos."Siguió hablando. David le miraba con cara de asombro. Le parecía que su padre le hablaba con más franqueza que nunca. Cuando además le dijo que él también se iba a esforzar, aquello a David le sonó aún más a nuevo.Las cosas cambiaron mucho a raíz de aquella conversación, pues quedó abierta la comunicación entre ambos, y en los meses siguientes pudieron hablar con confianza de estos temas, descendiendo a detalles concretos, y los dos lograron mejorar bastante.